El genocidio
Por Jean-Paul Sartre
Les Temps Modernes, 259,
diciembre de 1967, París, pp. 953-971.
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Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre durante los trabajos del Tribunal Russell,1967.
En 1966, casi un año después de que el presidente Lyndon B. Johnson ordenara el comienzo de los bombardeos masivos contra Vietnam del Norte y el despliegue de grandes contingentes terrestres en Vietnam del Sur, un grupo de intelectuales y activistas se reunió en torno al filósofo Betrand Russell para convocar un tribunal que investigara y evaluara los crímenes de guerra cometidos por el gobierno estadounidense en Indochina.
En aquel momento, los Estados Unidos ya llevaban casi una década implicados en el conflicto, desde que la administración Eisenhower se había negado a aceptar los acuerdos de Ginebra entre Francia y el gobierno vietnamita, y había impulsado la partición del país y un régimen anticomunista en el Sur. El tribunal se autoconstituyó en Londres en noviembre de 1966 con el nombre de «Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra», presidido por Russell e integrado por miembros procedentes de 18 países, entre los que se contaban juristas (Wolfgang Abendroth, Mehmet Ali Aybar, Lelio Basso, Gisèle Halimi, Mahmud Ali Kasuri, Léo Matarasso, Kinju Morikawa); filósofos e historiadores (Günther Anders, Vladimir Dedijer, Isaac Deutscher, Jean-Paul Sartre); escritores (James Baldwin, Simone de Beauvoir, Peter Weiss); científicos (Shoichi Sakata, Laurent Schwartz); y el ex-presidente de México Lázaro Cárdenas.
Russell subrayó en la alocución inaugural que el comienzo de la indagatoria se justificaba porque existían pruebas prima facie de crímenes de guerra que no habían sido divulgadas por las víctimas, sino por medios de comunicación favorables a la intervención militar; que el tribunal carecía de autoridad jurídica, pero tenía «la misma responsabilidad» que el de Núremberg, sin las limitaciones impuestas por la realpolitik a este último; y que debía dejar constancia de lo que realmente ocurría en Vietnam, esto es, «impedir el crimen del silencio». En la sesión constituyente de Londres, se acordó que el tribunal respondería a cinco cuestiones: si el gobierno de Estados Unidos había cometido actos de agresión según el derecho internacional y si los habían cometido también los gobiernos aliados de Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur; si el ejército estadounidense había usado armas, o experimentado con nuevas armas, prohibidas por las leyes de la guerra; si se habían producido bombardeos de objetivos de naturaleza estrictamente civil, tales como hospitales, escuelas, sanatorios o presas, y en qué escala en el caso de que así fuera; si los prisioneros vietnamitas habían sufrido algún tratamiento inhumano prohibido por las leyes de la guerra y, en particular, torturas o mutilaciones, y si se habían producido represalias injustificadas contra la población civil y, en particular, ejecuciones de rehenes; y, por último, si se habían creado campos de trabajos forzados, se había deportado a la población, o se habían producidos otros actos tendentes al exterminio de la población y que pudieran ser caracterizados jurídicamente como actos de genocidio. La investigación del tribunal, pues, no estaba destinada tanto a esclarecer responsabilidades individuales como a determinar qué pautas se habían utilizado en la conducción y la ejecución de la guerra por parte del gobierno estadounidense, así como sus implicaciones.
Se había previsto que las primeras audiencias tuvieran lugar en París, pero la oposición del presidente De Gaulle lo impidió, de manera que éstas tuvieron lugar en Estocolmo en mayo de 1967. Quien asumió la presidencia ejecutiva de las sesiones del tribunal en Estocolmo fue Jean-Paul Sartre, que también presidiría las que tendrían lugar en noviembre del mismo año en la ciudad danesa de Roskilde. La voluntad de los convocantes era que el procedimiento empleado incluyera una adecuada defensa del punto de vista del gobierno estadounidense, pero las invitaciones de Russell en este sentido a Harold Wilson, el primer ministro británico, y Lyndon B. Johnson, el presidente estadounidense, recibieron como respuesta la negativa del primero y el silencio del segundo. El tribunal analizó a lo largo de las sesiones de Estocolmo y Roskilde centenares de documentos y decenas de declaraciones orales y escritas de testimonios y expertos (médicos, científicos, militares...), que abarcaban desde el uso y los efectos de diversos tipos de armas —como las bombas de fragmentación, el napalm o agentes químicos— hasta innumerables episodios de bombardeo de objetivos civiles —como hospitales y escuelas—, pasando por matanzas, ejecuciones y torturas perpetradas por las fuerzas terrestres. Asimismo, analizó los informes de diversas misiones del tribunal a Vietnam del Norte y Camboya. Lo que emergió en las audiencias fue que la escala y la intensidad de las violaciones del derecho internacional y las leyes de la guerra no podían obedecer a alguna razón «accidental», como clamaban por aquel entonces los jerarcas estadounidenses, sino a decisiones deliberadas y sistemáticas.
El tribunal emitió un respuesta afirmativa a cada una de las cuestiones planteadas en la sesión constituyente de Londres y el presente texto de Jean-Paul Sartre fue adoptado por el tribunal en Roskilde como los fundamentos de su respuesta a la quinta cuestión, relativa a la comisión de actos de genocidio. Aunque las actas del tribunal se publicaron en inglés en 1968, Sartre hizo publicar el original francés de su intervención en Les Temps Modernes en diciembre de 1967 y es ésta la versión que hemos utilizado para su edición bilingüe.
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El Tribunal Internacional
sobre Crímenes de Guerra, reunido en Roskilde, Dinamarca, del 28 de
noviembre al 1 de diciembre de 1967, respondió «sí» por
unanimidad a la sexta pregunta que se le había planteado: «¿Es
culpable el gobierno de los Estados Unidos de genocidio contra el
pueblo vietnamita? El Tribunal encomendó a Jean-Paul Sartre la
redacción de los fundamentos de la respuesta. Dichos fundamentos son
los siguientes:
I
1. La palabra «genocidio» existe desde hace poco tiempo: la acuñó el jurista Lemkin entre las dos guerras mundiales. La cosa es vieja como la humanidad y jamás ha existido una sociedad cuya estructura haya evitado que se cometa tal crimen. Todo genocidio es un producto de la historia y lleva la impronta de la colectividad de la que emana. El que tenemos que juzgar aquí es obra de la mayor potencia capitalista del mundo contemporáneo: en tanto que tal debemos intentar considerarla; dicho de otra forma, en tanto que expresa a la vez las infraestructuras económicas de dicha potencia, sus objetivos políticos y las contradicciones de la actual coyuntura.
2. En particular, debemos tratar de entender qué es la intención de genocidio en la guerra que el gobierno estadounidense está librando contra Vietnam. El artículo 2 del Convenio de 1948 define el genocidio a partir de la intención. El Convenio se refería de forma tácita a ciertos acontecimientos ocurridos poco tiempo antes: Hitler había proclamado su voluntad deliberada de exterminar a los judíos; hizo del genocidio una herramienta política y ni siquiera se molestó en ocultarlo. El judío tenía que ser ejecutado con independencia de su origen, no porque se hubiese levantado en armas o se hubiese unido a un movimiento de resistencia, sino simplemente porque era judío. Ahora bien, el gobierno de los Estados Unidos se ha abstenido de proclamarlo tan abiertamente. Ha llegado a afirmar incluso que acudía en ayuda de sus aliados, los vietnamitas del sur, atacados por los comunistas del norte. ¿Nos resulta posible encontrar objetivamente esa intención oculta al estudiar los hechos? Y, tras ese examen, ¿podemos afirmar que las fuerzas armadas de los Estados Unidos están matando en Vietnam a los vietnamitas por el mero hecho de ser vietnamitas? Sólo podremos determinarlo tras un breve repaso histórico: las estructuras de la guerra se transforman al mismo tiempo que las de la sociedad. Entre 1860 y la actualidad, el sentido y los objetivos militares han cambiado de modo profundo y el resultado ha sido precisamente la guerra «ejemplar» que los Estados Unidos sostiene en Vietnam. 1856: tratado para preservar los bienes de los países neutrales. 1864: en Ginebra se intenta proteger a los heridos. 1899 y 1907: en La Haya dos conferencias tienen por objeto la regulación de los conflictos. No es mera casualidad que juristas y gobiernos multipliquen los esfuerzos para «humanizar» la guerra en vísperas de las dos matanzas más espantosas que haya conocido el ser humano. V. Dedijer ha expuesto a la perfección en su obra On Military Conventions que las sociedades capitalistas están engendrando al mismo tiempo este monstruo: la guerra total, que expresa su verdadera naturaleza. Esto obedece a que:
1º La competencia entre las naciones industrializadas por los nuevos mercados acarrea una hostilidad permanente que se traduce en la teoría y en la práctica por lo que se conoce como «nacionalismo burgués».
2º El desarrollo de la industria, que es la causa de tales antagonismos, permite que éstos se resuelvan a favor de uno de los concurrentes al producir armas cada vez más masivamenteletales.
El resultado de esta evolución es que cada vez resulta más difícil distinguir entre la retaguardia y la vanguardia, entre la población civil y los combatientes.
3º Más aun cuando aparecen nuevos objetivos militares próximos a las ciudades: las fábricasque, aunque no trabajen para el ejército, custodian, al menos en parte, el potencial económico del país. Por lo tanto, el objetivo del conflicto y el medio para ganarlo es precisamente la destrucción de ese potencial.
4º Por esta razón ha habido una movilización generalizada: el campesino se bate en el frente, el obrero es un soldado de segunda línea, las campesinas sustituyen a los hombres en el campo. En este esfuerzo total que enfrenta a una nación contra otra, el trabajador tiende a convertirse en combatiente, puesto que al final la potencia económica más fuerte es la que tiene más opciones de ganar.
5º Por último, la evolución democrática de los países burgueses da lugar a que las masas se interesen por la vida política. A pesar de que no controlan las decisiones del poder, adquieren poco a poco conciencia de sí mismas. Cuando estalla un conflicto, dejan de sentirse ajenas a él. Repensado, deformado a menudo por la propaganda, resulta ser una determinación ética para toda la comunidad: en cada nación beligerante todos o casi todos se convierten, tras la manipulación, en enemigos de los ciudadanos de la otra. La guerra se vuelve total.
6º Estas mismas sociedades en pleno crecimiento tecnológico no cesan de ampliar el terreno de sus competiciones multiplicando los medios de comunicación. El famoso One Worldde los estadounidenses existía ya a finales del siglo XIX, cuando el trigo argentino termina de arruinar a los granjeros de Inglaterra. La guerra total no es ya sólo la guerra de todos los miembros de una comunidad nacional contra todos los de otra, también es total porque puede abarcar todo el planeta.
4. Por lo tanto, la guerra de las naciones(burguesas) —cuyo primer ejemplo es el conflicto de 1914, pero que amenazaba Europa desde 1900— no es producto de la invención de un hombre o un gobierno, sino la simple necesidad de un esfuerzo totalitario que se impone, desde principios de siglo, a quienes quieren continuar la política por otros medios. En otras palabras, la opción es clara: o no hay guerra o hay guerra total. Esta última es la que hicieron nuestros padres. Y los gobiernos —que la vieron venir, pero no tuvieron la inteligencia o el valor de impedirla— intentaron en vano humanizarla.
5 Sin embargo, en ese primer conflicto mundial la intención de genocidio sólo está presente de forma esporádica. Se trata primero —al igual que en los siglos precedentes— de quebrantar el poder militar de un país, aun cuando el objetivo último sea el de arruinar su economía. Pero, si bien es cierto que ya no es posible distinguir claramente los civiles de los soldados, por la misma razón resulta extraño —excepto en algunas incursiones de aterrorización— que se señale expresamente a la población como blanco. Por lo demás, los países beligerantes —al menos los que dirigen la guerra— son potencias industriales, lo que conlleva, en principio, cierto equilibrio: cada uno posee, en lo que respecta a posibles exterminios, una fuerza de disuasión, o lo que es lo mismo, el poder de aplicar la ley del talión; ello explica que incluso en plena matanza se haya observado una especie de prudencia.
II
6. Sin embargo, a partir de 1830 y a lo largo de todo el siglo pasado, hubo muchos genocidios fuera de Europa, algunos de ellos fueron expresión de estructuras políticas autoritarias y los otros —que resultan indispensables para comprender las ascendencias del imperialismo de los Estados Unidos y la naturaleza de la guerra de Vietnam— tuvieron su origen en la estructura interna de las democracias capitalistas. Con vistas a exportar mercancías y capitales, las grandes potencias, en particular Inglaterra y Francia, fundaron sendos imperios coloniales. El nombre con el que los franceses designaron a sus «conquistas», posesiones de ultramar, nos permite entrever que solo pudieron hacerse con ellas a través de guerras de agresión. Se va a buscar al adversario en su propio territorio —en África, en Asia, en tierras subdesarrolladas— y, lejos de hacer una «guerra total», que podría dar lugar en principio a cierta reciprocidad, aprovecha uno la superioridad armamentística absoluta para involucrar sólo en el conflicto a un cuerpo expedicionario. Éste acaba fácilmente con los ejércitos regulares —si es que existen—, pero como esa agresión sin pretexto provoca el odio entre las poblaciones civiles, como éstas constituyen reservas de insurgentes o soldados, las tropas coloniales se imponen por el terror, es decir, por matanzas siempre renovadas. Estas matanzas tienen un carácter de genocidio: se trata de destruir «una parte del grupo» (étnico, nacional o religioso) para aterrorizar al resto y desestructurar la sociedad indígena. Cuando después de haber ensangrentado Argelia en el siglo pasado los franceses impusieron a esa sociedad tribal —en la que cada comunidad poseía la tierra indivisa— el uso del Código Civil francés, que suministra las normas reguladoras de la propiedad burguesa y obliga a realizar la partición de la herencia, destruyeron sistemáticamente la base económica del país y la tierra enseguida pasó de las tribus campesinas a manos de los comerciantes procedentes de la metrópoli. De hecho, la colonización no es una simple conquista —como fue en 1870 la anexión alemana de Alsacia-Lorena—, es necesariamente un genocidio cultural: no se puede colonizar sin liquidar de modo sistemático los rasgos identificativos de la sociedad indígena al tiempo que se niega a sus miembros la integración en la metrópoli y el beneficio de sus ventajas. El colonialismo es, en efecto, un sistema: la colonia vende a precios de favor materias primas y productos alimenticios a la potencia colonizadora y ésta a su vez le vende productos industriales a precios del mercado mundial. Este sorprendente sistema de intercambio sólo puede implantarse si el trabajo se impone al subproletariado colonial a cambio de un salario de hambre. De ello se sigue de modo necesario que los pueblos colonizados pierden su personalidad nacional, su cultura, sus costumbres, a veces hasta su lengua, y viven en la miseria como sombras a las que todo recuerda sin cesar su «infrahumanidad».
7. No obstante, su valor como mano de obra casi gratuita los protege, en cierta medida, contra el genocidio. El Tribunal de Núremberg estaba a punto de constituirse cuando los franceses —por poner un ejemplo— mataron a setenta mil argelinos en Sétif. A nadie se le ocurrió entonces —dado lo habitual del caso— juzgar a nuestro gobierno como se iba a juzgar a los nazis. Pero esta «destrucción intencionada de una parte del grupo nacional» no podía intensificarse sin perjudicar los intereses de los colonos. Exterminando a ese subproletariado, se habrían arruinado a sí mismos. Los franceses perdieron la guerra de Argelia por no poder liquidar a la población argelina ni poder tampoco de integrarla.
III
8. Estas observaciones nos permiten comprender que la estructura de las guerras coloniales se transformó después del final de la Segunda Guerra Mundial. Más o menos en esa época, los pueblos colonizados, ilustrados por el conflicto y su incidencia en los «imperios», así como por la victoria de Mao Zedong, se decidieron a reconquistar su independencia nacional. Los rasgos de la lucha estaban trazados de antemano: los colonos eran superiores en armas, los nativos en número. Incluso en Argelia —colonia de poblamiento tanto como de explotación— la relación en ese sentido era de 1 a 9. Durante las dos guerras mundiales, muchos nativos habían aprendido el oficio militar y se habían convertido en soldados aguerridos. Sin embargo, la escasez y el estado —al menos en principio— de las armas, exigieron que el número de unidades de combate fuera limitado. Asimismo, su lucha se regía por los siguientes condicionantes objetivos: terrorismo, emboscadas, hostigamiento al enemigo y, por tanto, movilidad extrema de los grupos de combate, que debían asaltar al enemigo de improviso y desaparecer en el acto. Algo sólo posible con el concurso de toda la población. De ahí la conocida simbiosis entre las fuerzas de liberación y las masas: las primeras organizando en todas las partes reformas agrarias, el poder político y la educación; y las segundas, apoyando, alimentando, escondiendo a los soldados y entregándoles a sus jóvenes para compensar las pérdidas humanas. No es casualidad que la guerra popular aparezca, junto con sus principios, estrategias, tácticas y teóricos, justo cuando las potencias industriales llevan la guerra total a su expresión absoluta con la producción de energía a partir de la fisión del átomo. Tampoco es casualidad que tenga como resultado la ruina del colonialismo. Encontramos un poco por todas partes en esa época la contradicción que ha dado la victoria al FLN; en efecto, la guerra popular anuncia el fin de la guerra clásica (como hace al mismo tiempo la bomba de hidrógeno). Contra unos guerrilleros respaldados por la población entera, nada pueden los ejércitos coloniales. Sólo tienen un medio de escapar al hostigamiento que desmoraliza y corre el riesgo de convertirse en Dien Bien Fu: «suprimir el agua de la pecera», es decir, la población civil. De hecho, los soldados de la metrópoli no tardan en considerar como sus enemigos más temibles a esos campesinos silenciosos, testarudos, que a un kilómetro de una emboscada no saben nada, no han visto nada. Y, puesto que la unidad de todo un pueblo mantiene en jaque al ejército clásico, la única estrategia antiguerrilla que funciona es la destrucción de ese pueblo, esto es, de los civiles, las mujeres y los niños. Tortura y genocidio: ésa es la respuesta de las metrópolis al levantamiento de los colonizados. Y tal respuesta, como sabemos, resulta inútil si no es radical y total: una población determinada, unida por su ejército de guerrilleros, politizada y feroz, ya no se dejará intimidar, como en los buenos tiempos del colonialismo, con una matanza «ejemplarizante». Al contrario, con ello sólo se conseguirá aumentar su odio: ya no se trata, pues, de asustar a un pueblo, sino de liquidarlo físicamente. Y como esto no es posible sin destruir al mismo tiempo la economía colonial y por extensión el sistema colonial, los colonos se atemorizan, las metrópolis se cansan de perder hombres y dinero en un conflicto sin solución, las masas metropolitanas acaban por oponerse a la prolongación de una guerra bárbara, las colonias se convierten en Estados soberanos.
IV
9. Sin embargo, hay algunos casos en que las contradicciones intrínsecas no ponen freno a la respuesta-genocidio a la guerra popular. El genocidio total se revela entonces como el fundamento absoluto de la estrategia antiguerrilla. Y bajo ciertas circunstancias puede incluso presentarse como el objetivo que debe alcanzarse, de forma inmediata o progresiva. Es justo lo que ocurre en la guerra de Vietnam. Se trata de una nueva etapa del proceso imperialista que solemos denominar neocolonialismo, porque se define como la agresión a un país anteriormente colonizado, que ya ha obtenido su independencia, con el fin de someterlo de nuevo a la dominación colonial. Al principio se asegura —mediante la financiación de un golpe militar o cualquier otra estratagema— que los nuevos dirigentes del Estado no representen los intereses de las masas, sino los de una delgada capa de privilegiados y, por consiguiente, los del capital extranjero. En Vietnam esto se vio reflejado en la aparición de Diem, impuesto, mantenido y armado por los Estados Unidos; en su decisión proclamada de rechazar los acuerdos de Ginebra y constituir el territorio vietnamita situado al sur del paralelo 17 en Estado independiente. El resto se deduce de manera necesaria de esas premisas: hace falta una policía y un ejército para perseguir a los antiguos guerrilleros que, privados de su victoria, son designados por ello mismo y antesde cualquier resistencia efectiva como los enemigos del nuevo régimen; en conclusión, el reinado del terror provoca un nuevo levantamiento en el sur y reaviva la guerra popular. ¿Han creído los Estados Unidos alguna vez que Diem lograría aplastar la revuelta de raíz? En cualquier caso, no tardaron en enviar expertos, luego tropas y hoy están implicados hasta el cuello en el conflicto. Y encontramos con escasas variaciones el esquema de la guerra que Ho Chi Minh libró contra los franceses, a pesar de que el gobierno estadounidense declarase al principio que sólo enviaba tropas por generosidad y para cumplir sus deberes con un aliado.
10. Eso, por lo que hace a las apariencias. Sin embargo, el fondo, la naturaleza de estos dos conflictos sucesivos no es la misma: los Estados Unidos, a diferencia de los franceses, no tienen intereses económicos en Vietnam. O mejor dicho, sí que los tienen: varias empresas privadas han invertido en el país. Pero la importancia de esas inversiones es relativa; así que, llegado el caso, podrían sacrificarse sin afectar a la nación estadounidense en su conjunto o sin perjudicar los monopolios. Asimismo, como el gobierno de los Estados Unidos no participa en el conflicto por razones de orden directamente económicas, no tiene por qué descartar la opción de ponerle fin mediante la estrategia absoluta, es decir, el genocidio. Estos datos no bastan, en efecto, para demostrar que lo contempla, sino sólo que nada le impide contemplarlo.
11. De hecho, según los propios estadounidenses, el conflicto persigue dos objetivos. El secretario de Estado Deán Rusk declaró hace poco: nos defendemos a nosotros mismos. Ya no es cuestión de ayudar a Diem, el aliado en peligro, ni de socorrer generosamente a Cao Ky; ahora son losEstados Unidos quienes corren peligro en Saigón. Eso significa, claro está, que el primer objetivo es militar: se trata de rodear la China comunista, obstáculo mayor para su expansionismo. En consecuencia, no van a dejar que se les escape el sudeste asiático. Colocaron a sus hombres en el poder en Tailandia, controlan dos tercios de Laos y amenazan con invadir Camboya. Pero todas esas conquistas no sirven para nada, si al final se encuentran delante a un Vietnam libre y unido de treinta y un millones de personas. Por eso los jefes militares hablan a menudo de «posición clave». Por eso Rusk afirma con involuntaria comicidad que el ejército de los Estados Unidos está luchando en Vietnam «para evitar una tercera guerra mundial». O esta frase no tiene ningún sentido, o hay que entenderla del siguiente modo: «para ganarla». En resumidas cuentas, el primer objetivo está regido por la necesidad de establecer una línea de defensa del Pacífico. Necesidad que, por otra parte, sólo puede imponerse en el marco de la política general del imperialismo.
12. El segundo objetivo es económico. A finales de octubre pasado, el general Westmoreland lo definió como sigue: «Estamos luchando en Vietnam para demostrar que la guerra de guerrillas no es rentable». ¿Para demostrárselo a quién? ¿A los propios vietnamitas? Esto último resultaría bastante sorprendente: ¿es necesario sacrificar tantas vidas humanas y tanto dinero para convencer a toda una nación de campesinos pobres que luchan a miles de kilómetros de San Francisco? Y, sobre todo, ¿qué necesidad había de atacarla, de empujarla a la guerra, para poder después devastarla y mostrar la futilidad del combate, cuando los intereses de las grandes compañías en el país son prácticamente insignificantes? La frase de Westmoreland —al igual que la de Rusk citada más arriba— está incompleta. A quien se quiere probar que la guerra no es rentable es a los demás. A todas las naciones explotadas y oprimidas que podrían considerar la posibilidad de liberarse del yugo yanqui con una guerra popular dirigida, en primer lugar, contra su propio pseudogobierno y contra los «compradores» sostenidos por el ejército nacional, luego contra las «fuerzas especiales» de los Estados Unidos y, por último, contra sus soldados rasos. Es decir, ante todo, a América Latina. Y, en un sentido amplio, a todo el Tercer Mundo. A Guevara, que proclamaba la necesidad de «Crear muchos Vietnams», el gobierno estadounidense respondió de la siguiente manera: «Los aplastaremos todos, como hago con éste». En otras palabras, su guerra tiene, ante todo, valor de ejemplo. Un ejemplo para tres continentes y tal vez para cuatro. Después de todo, Grecia también es una nación de campesinos; acaba de instaurar una dictadura y más vale prevenir: sumisión o liquidación radical. Por ello, ese genocidio ejemplar se dirige a toda la humanidad; con esta advertencia, el 6 por ciento de la humanidad espera, sin demasiadas pérdidas, llegar a controlar al 94 por ciento restante. Por supuesto, sería preferible —por cuestiones de propaganda— que los vietnamitas se sometieran antes de ser aniquilados. Aunque tampoco es seguro, porque si Vietnam desapareciera del mapa la situación sería aun más clara: podría considerarse la sumisión debida a alguna flaqueza evitable; pero, si esos campesinos no flaquean ni un solo segundo y el resultado de su heroísmo es una muerte inevitable, las guerrillas que podrían surgir en un futuro se desalentarán con mayor seguridad. Llegados a este punto de nuestra reflexión, tres hechos han quedado establecidos: lo que quiere el gobierno de los Estados Unidos es una base y un ejemplo. Con el fin de alcanzar su primer objetivo, puede, sin otra dificultad que la resistencia vietnamita, aniquilar a todo un pueblo y establecer la pax americana en un Vietnam desierto. Con el fin de alcanzar el segundo, debe llevar a cabo —al menos parcialmente— ese exterminio.
V
13. Las declaraciones de los estadistas estadounidenses no son tan francas como las realizadas por Hitler en su día. Pero porque no es indispensable: basta que hablen los hechos; los discursos que los acompañan, ad usum internum, sólo serán creídos por el pueblo estadounidense; el resto del mundo lo entiende perfectamente: los gobiernos cómplices se mantienen en silencio, los demás denuncian el genocidio, pero resulta fácil responderles que nunca se ha tratado de genocidio y que con acusaciones infundadas lo único que hacen es dejar patente su toma de partido. Dice el gobierno de los Estados Unidos que, en realidad, lo único que ha hecho es proponer a los vietnamitas —del Norte y del Sur— la siguiente opción: o detenéis la agresión o acabaremos con vosotros. Resulta superfluo señalar que esta proposición es absurda, puesto que la agresión es estadounidense y, por consiguiente, sólo los estadounidenses pueden ponerle término. Y este absurdo es premeditado: es muy hábil formular, sin que lo parezca, una exigencia que los vietnamitas no pueden satisfacer. Así se sigue dueño de decidir el final de los combates. Pero, aunque tradujéramos: declaraos vencidos u «os devolveremos a la Edad de Piedra», no es menos cierto que el segundo término de la alternativa es el genocidio. Se ha dicho: genocidio, sí, pero condicional. ¿Es esto jurídicamente válido? ¿Es siquiera concebible?
14. Si el argumento tuviera algún sentido jurídico, el gobierno de los Estados Unidos escaparía por muy poco a la acusación de genocidio. Pero tal y como señaló el presidente de la comisión jurídica, el abogado Matarasso, el Derecho, al distinguir la intención del motivo, no deja margen para esa escapatoria: un genocidio —sobre todo lleva varios años perpetrándose— puede estar perfectamente motivado por un chantaje. Bien se puede declarar que se le pondrá fin si la víctima se somete, son ésas motivaciones y el acto no deja de ser —sin restricción posible— un genocidio por la intención. En particular cuando —como en el caso que nos atañe— una parte del grupo ha sido aniquilada para empujar al resto a la sumisión.
15. Pero analicemos con mayor detenimiento y veamos cuáles son los términos de la alternativa. En el Sur, he aquí la elección: se queman pueblos, se somete a la población a bombardeos masivos y deliberadamente letales, se disparan contra el ganado, se destruyen la vegetación con defoliantes, se rocían los cultivos con productos tóxicos, se utilizan ametralladoras al azar y en todas, se mata, se viola y se saquea: eso es genocidio, en el sentido más estricto de la palabra; dicho de otra forma: la exterminación masiva. ¿Cuál es el otro término de la alternativa? ¿Qué debe hacer la población vietnamita para escapar a esa muerte atroz? Unirse a las fuerzas armadas de los Estados Unidos o de Saigón y dejar que la encierren en aldeas estratégicas o en esas aldeas que prometen una nueva vida y que no se diferencian de las primeras más que por el nombre. En definitiva, en campos de concentración. Sabemos cómo son esos campos por medio de numerosos testimonios. Están rodeados de alambradas; las necesidades básicas no están cubiertas: desnutrición, falta total de higiene; los prisioneros se hacinan en tiendas o en reductos exiguos y asfixiantes; las estructuras sociales están destruidas: separan a los maridos de sus mujeres y a las madres de sus hijos, con lo que la vida familiar —tan sagrada para los vietnamitas— deja de existir; como se han desestructurado las familias, ha bajado la natalidad; queda suprimida de cualquier posibilidad de vida religiosa o cultural. Incluso el trabajo —el trabajo para reproducir la propia vida y la de los suyos— se les niega. Estos desdichados ni siquiera son esclavos: la condición servil no impidió una profunda cultura en los negros de los Estados Unidos; aquí el grupo ha quedado reducido a la condición de apéndice, a la peor vida vegetativa. Cuando quiere escapar de esa situación, los vínculos que pueden establecerse entre esos hombres atomizados y consumidos por el odio sólo pueden serpolíticos: se agrupan clandestinamente para resistir. El enemigo lo adivina. Resultado: vuelven a peinar esos mismos campos hasta dos y tres veces: ni siquiera allí la seguridad está garantizada y las fuerzas atomizadoras desempeñan su labor sin descanso. Si por casualidad liberan a una familia decapitada, unos niños con una hermana mayor, o una madre joven, éstos pasan a engrosar el subproletariado de las grandes ciudades: la hermana mayor o la madre, sin fuente de ingresos y con varias bocas que alimentar, sufren una humillación indecible al verse forzadas a prostituirse y vender sus servicios al enemigo. Lo que acabo de describir y que representa en el Sur la situación de un terciode la población, según el testimonio de Donald Duncan, no es más que otra clase de genocidio, igualmente condenado por el Convenio de 1948:
«b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo.
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial.
d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo.
e) Traslado por fuerza de niños…»
16. En otros términos, no es cierto que tengan que elegir entre la muerte o la sumisión. Porque la misma sumisión, en tales circunstancias, es un genocidio. Digamos que hay que elegir entre la muerte violenta inmediata y la muerte lenta producto de una degradación física y mental. O más bien que no hay elección, no hay condiciones que cumplir: el azar de una «operación», a veces el terror pánico, es lo que decide el tipo de genocidio que va a padecer cada uno.
¿Hay alguna diferencia en el Norte?
17. Por un lado, está el exterminio: no sólo el riesgo de muerte cotidiano, sino también la destrucción sistemática de las infraestructuras económicas: desde los diques hasta las fábricas de los que «no hay que dejar piedra sobre piedra». Ataques deliberados contra la población civil y, en particular, rural. Destrucción de hospitales, escuelas, lugares de culto; esfuerzo sostenido para abolir los logros de veinte años de socialismo. ¿Es sólo para aterrorizar a la población? Pero eso sólo puede conseguirse mediante el exterminio cotidiano de un número cada vez mayor del grupo. Y, además, ese mismo terrorismo es un genocidio en sus consecuencias psicosociales: ¿quién sabe si, sobre todo en el caso de los niños, no dará lugar a trastornos mentales que perjudicarán a largo plazo, si no para siempre, su integridad?
18. El otro término es la capitulación. Significa que aceptan que su país se parta en dos y que la dictadura de los estadounidenses, directamente o por personas interpuestas, se imponga a sus compatriotas, o a miembros de su familia de los que se han visto separados por la guerra. ¿Pondrá fin a la guerra esta humillación intolerable? Resulta difícil de creer: el FLN y la República Democrática de Vietnam (RDV), a pesar de estar fraternalmente unidos, tienen una estrategia y una táctica diferentes porque su situación en la guerra es distinta. Si el FLN continuase la lucha, los bombarderos estadounidenses, a pesar de la capitulación de la RDV, continuarían destruyéndola. Pero si la guerra cesase, sabemos —por declaraciones oficiales— que los Estados Unidos se mostrarían generosamente dispuestos a ofrecer montañas de dólares para la reconstrucción de la RDV. Eso significa de modo muy preciso que destruirían, con inversiones privadas o con préstamos condicionales, toda la base económica del socialismo. Y también eso es un genocidio: parten en trozos un país soberano, ocupan una de las dos mitades y hacen que en ella reine el terror y en la otra hacen que la presión económica arruine el empeño que tan caro les ha costado y, por medio de inversiones calculadas, se mantiene sometido. El grupo nacional «Vietnam» no desaparece en términos físicos, pero sí deja de existir: lo han suprimido económica, política y culturalmente.
19. Tanto en el Norte como en el Sur, solo se puede elegir entre dos tipos de abolición: la muerte colectiva o la disgregación. Lo más significativo es que el gobierno estadounidense ha podido experimentar la resistencia del FNL y de la RDV: sabe que la destrucción, a menos que sea total, será ineficaz. El Frente es más poderoso que nunca; Vietnam del Norte es inquebrantable. Por este mismo motivo, el exterminio calculado del pueblo vietnamita no puede tener como objetivo su capitulación: le ofrecen la paz de los valientes, sabiendo que no la aceptará; y esta alternativa, que no es más que una fachada, esconde la verdadera intención del imperialismo, la de llegar progresivamente al nivel supremo en la escalada del conflicto, es decir, al genocidio total. El gobierno de los Estados Unidos intentará objetar que, si hubiera querido, habría podido alcanzarlo inmediatamente y limpiar Vietnam de todos los vietnamitas mediante una Blitzkrieg. Pero, además de que ese exterminio supone la puesta en marcha de un dispositivo complicado —y, por ejemplo, la creación y la libre disposición en Tailandia de bases aéreas estadounidenses que reduzcan en cinco mil kilómetros el recorrido de los bombarderos— el objetivo esencial de la «escalada» era y sigue siendo el de preparar a la opinión burguesa para el genocidio. Desde este punto de vista, los estadounidenses han tenido un éxito indiscutible: los repetidos y sistemáticos bombardeos de los populosos barrios de Haifong y Hanói, que habrían levantado hace dos años violentas protestas, tienen lugar hoy en una especie de indiferencia general que tiene más relación con el tétanos que con la apatía. Y la jugada ya está hecha: la opinión pública toma por una presión incrementada lenta y continuamente, lo que es en realidad una preparación de las conciencias para el genocidio final. ¿Es posible ese genocidio? No. Pero eso depende de los vietnamitas y sólo de ellos, de su valor, de la admirable eficacia de sus organizaciones. En lo que respecta al gobierno de los Estados Unidos, nadie puede dispensarlo de su crimen so pretexto de que la inteligencia y el heroísmo de la víctima permiten limitar sus efectos. En conclusión: frente a una guerra popular, producto de nuestra época, respuesta a la agresión imperialista y reivindicación de la soberanía de un pueblo consciente de su unidad, dos actitudes son posibles: el agresor se retira, firma la paz al advertir que toda una nación se levanta contra él; o bien, consciente de la ineficacia de la estrategia clásica, recurre, si puede hacerlo sin lesionar sus intereses, al exterminio puro y simple. No hay otra opción; pero esa opción, al menos, es siempre posible. Puesto que las fuerzas armadas de los Estados Unidos se incrustan en Vietnam, puesto que intensifican bombardeos y matanzas, puesto que intentan someter a Laos y planean invadir Camboya cuando pueden retirarse, no cabe duda de que el gobierno de los Estados Unidos, a pesar de sus hipócritas negaciones, ha optado por el genocidio.
VI
20. La intención se desprende de los hechos. Y, como ha dicho Alí Aybar, es necesariamentepremeditada. Es posible que, en otras épocas, se haya cometido genocidio bruscamente, en un arrebato de pasión, en el curso de luchas tribales o feudales. El genocidio antiguerrilla, producto de nuestra época, entraña una organización, unas bases y, por lo tanto, unas complicidades (pues tiene lugar a distancia), un presupuesto apropiado: es necesario, pues, haber reflexionado sobre él y haberloplaneado. ¿Significa esto que sus autores tienen clara conciencia de su voluntad? Es imposible afirmarlo: habría que sondear las entrañas, y la mala fe puritana hace milagros. Tal vez algunos colaboradores del Departamento de Estado estén tan acostumbrados a mentir que todavía logran imaginar que desean el bien de Vietnam. Tras las recientes declaraciones de su portavoz, podemos pensar que esos falsos ingenuos son cada vez menos numerosos: nos defendemos a nosotros mismos; aunque nos lo rogase el gobierno de Saigón, no abandonaríamos Vietnam... De todas formas, no debemos preocuparnos por este juego del escondite psicológico. La verdad se encuentra sobre el terreno, en el racismo de los combatientes estadounidenses. Sin duda, el racismo —antinegro, antiasiático, antimexicano— es un factor fundamental que tiene un origen profundo y que existía, de forma latente o manifiesta, mucho antes del conflicto vietnamita. Prueba de ello es que el gobierno estadounidense rechazó la ratificación del Convenio contra el genocidio: lo que no quiere decir que desde 1948 tuviera la intención de exterminar a los pueblos, sino —a partir de sus propias declaraciones— que tal compromiso habría entrado en conflicto con la legislación interna de numerosos Estados federales. Dicho de otra forma —porque todo concuerda—, los dirigentes actuales creen tener las manos libres en Vietnam porque sus predecesores quisieron tratar con deferencia el racismo antinegro de los blancos del Sur. En cualquier caso, desde 1965, el racismo de los soldados yanquis, desde Saigón hasta el paralelo 17, se exacerba: los jóvenes estadounidenses torturan, recurren sin repugnancia a la aplicación de descargas eléctrica con los teléfonos de campaña, disparan contra mujeres desarmadas por el puro placer de dar la diana, patean a los heridos vietnamitas en los testículos, cortan las orejas a los muertos para usarlas como trofeos. Y los oficiales son peores: un general se jactaba —ante un francés que ha testificado ante el Tribunal — de dar caza a los vietcongs desde el helicóptero y de dispararles con el fusil en los arrozales. Por supuesto que no se trataba de combatientes del FLN, que saben protegerse, sino de campesinos que cultivaban arroz. «Vietcong» y vietnamita se confunden cada vez más en esas mentes confusas. Comúnmente se dice: «El único vietnamita bueno es el vietnamita muerto». O, lo que es lo mismo, pero a la inversa: «Todo vietnamita muerto es un vietcong». Unos campesinos se preparan para cosechar el arroz al sur del paralelo 17. Llegan los soldados estadounidenses, que incendian sus casas y quieren trasladarlos a una aldea estratégica. Los campesinos protestan. ¿Qué otra cosa pueden hacer desarmados ante esos marcianos? Responden: «El arroz es hermoso; queremos quedarnos para comer nuestro arroz». Nada más; y eso basta para exasperar a los jóvenes yanquis: «Los vietcongs os han metido esas ideas en la cabeza. Ellos os han enseñado a resistir». Tal es el extravío de los soldados que toman por violencia «subversiva» esas mínimas reclamaciones suscitadas por su propia violencia. En el origen se encuentra, sin duda, una decepción: venían a salvar Vietnam, a liberarlo de los agresores comunistas, y no tardan en darse cuenta de que los vietnamitas no los quieren; del favorecedor papel de libertadores pasan al de ocupantes. Es algo así como el inicio de una toma de conciencia: no quieren saber nada de nosotros, no tenemos nada que hacer aquí. Pero el cuestionamiento no va más allá: se enfadan y piensan sin más que un vietnamita es, por definición, un sospechoso. Y eso es cierto, desde el punto de vista de los neocolonialistas: comprenden vagamente que, en la guerra popular, los civiles son los únicos enemigos visibles. Entonces empiezan a detestarlos; el racismo se encarga del resto: descubren con rabiosa alegría que están allí para matarlos. No hay ni uno solo que no sea un comunista en potencia: la prueba está en que odian a los yanquis. A partir de ahí, encontramos en esas almas oscuras y teledirigidas la verdad de la guerra de Vietnam: coincide con las declaraciones de Hitler. Hitler eliminaba a los judíos porque eran judíos. Las fuerzas armadas de los Estados Unidos torturan y matan a los hombres, mujeres y niños de Vietnam porque son vietnamitas. Así, al margen de las mentiras y la precauciones verbales del gobierno, el espíritu del genocidio está en la mente de los soldados. Y es su manera de vivir la situación de genocidio a la que los ha arrojado el gobierno. El testigo Peter Martinsen, un joven estudiante de veintitrés años que «había interrogado» durante diez meses a prisioneros y que ya no podía soportar sus recuerdos, nos contó: «Soy un estadounidense medio, me parezco a cualquier estudiante y, aquí estoy, convertido en un criminal de guerra». Y no se equivocaba cuando añadió: «Cualquiera en mi lugar habría actuado como yo». Su único error era el de atribuir sus degradantes crímenes a la influencia de la guerra en general. No: no de la guerra abstracta y no situada, sino de estaguerra, sostenida por la mayor potencia existente contra un pueblo de campesinos pobres, y que se hace vivir por quienes la causan como la única relación posible entre un país hiperindustrializado y uno subdesarrollado, es decir, como una relación de genocidio que se expresa a través del racismo. La única relación, a menos que corten por lo sano y abandonen el país.
21. La guerra total supone cierto equilibrio de fuerzas, cierta reciprocidad. Las guerras coloniales se libraban sin reciprocidad, pero el interés colonial limitaba los genocidios. El genocidio presente, último resultado del desarrollo desigual de las sociedades, es la guerra total llevada hasta las últimas consecuencias por una sola parte y sin la menor reciprocidad.
22. El gobierno de los Estados Unidos no es culpable por haber inventado el genocidio moderno, ni siquiera de haberlo seleccionado, de haberlo elegido entre otras muchas respuestas posibles y eficaces contra la guerrilla. No es culpable, por ejemplo, de haberle dado preferencia por motivos estratégicos o económicos. De hecho, el genocidio se presenta como la única reacción posible a la insurrección de todo un pueblocontra sus opresores. El gobierno de los Estados Unidos es culpable de haber preferido, de seguir prefiriendo, una política de agresión y de guerra que apunta al genocidio total en vez de una política de paz, la única alternativa posible, porque habría implicado necesariamente la reconsideración de los objetivos principales impuestos por las grandes compañías imperialistas a través de sus grupos de presión. Es culpable de continuar y recrudecer la guerra, por más que todos y cada uno de sus miembros comprendan mejor cada día, a través de los informes realizados por los jefes militares, que el único modo de vencer es «liberar» a Vietnam de todos los vietnamitas. Es culpable, mediante ardides, evasivas, mentiras y autoengaños, de adentrarse cada minuto un poco más, a pesar de las enseñanzas de esta experiencia única e insoportable, por la senda que lo lleva al punto de no retorno. Es culpable, según su propia confesión, de librar a sabiendas esta guerra ejemplar para hacer del genocidio un desafío y una amenaza para todos los pueblos. Hemos visto que uno de los factores de la guerra total fue el incremento constante del número y la velocidad de los medios de transporte: desde 1914 la guerra ya no puede permanecer localizada, es necesario que se extienda al mundo. En 1967 el proceso se intensifica, los lazos del One World, el universo al que los Estados Unidos quieren imponer su hegemonía, no dejan de estrecharse. Por este motivo, del que el gobierno estadounidense es perfectamente consciente, el genocidio actual —en respuesta a la guerra popular— se concibe y perpetra en Vietnam no contra los vietnamitas, sino contra toda la humanidad. Cuando cae un campesino en su arrozal, segado por una ametralladora, todos somos acribillados en su persona. Por ello, los vietnamitas luchan por todos los hombres y las fuerzas estadounidenses contra todos. En absoluto en un sentido figurado, ni en abstracto. Y no sólo porque el genocidio constituye en Vietnam un crimen universalmente condenado por el Derecho de Gentes, sino porque, poco a poco, el chantaje genocida se extiende a todo el género humano, apoyándose en el chantaje de la guerra atómica, es decir, en el absoluto de la guerra total; y porque ese crimen, cometido cada día ante nuestros ojos, convierte a todos los que no lo denuncian en cómplices de quienes lo cometen y, para someternos mejor, empieza por degradarnos. En este sentido, el genocidio imperialista sólo puede radicalizarse, porque el grupo al que quiere abarcar y aterrorizar, a través de la nación vietnamita, es el grupo humano en su totalidad.
Category: 1968, Sartre, Tribunal Russell, Vietnam
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