Vietnam y la dinámica de guerra de guerrillas
Por Eric Hobsbawm, escrito en 1965
Digitalizado de Revolucionarios.
Editorial Crítica. 2010. págs.231-250.
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Mujer vietnamita combatiente del Vietcong.
Tres factores han hecho ganar las guerras convencionales en este siglo: mayores reservas de mano de obra, mayor potencia industrial y un sistema de administración civil que funcione decentemente.
La estrategia de los Estados Unidos en las dos últimas décadas se ha basado en la esperanza de que el segundo de estos factores (en que ellos ocupan el primer lugar) sobrepase en importancia al primero, en el que se creía que la URSS llevaba ventaja. Esta teoría se basaba en un error aritmético de los días en los que la única guerra prevista era la guerra contra Rusia, puesto que las potencias del Pacto de Varsovia no rebasaban en población a las de la OTAN. Simplemente, ocurría que Occidente era más reacio a movilizar su mano de obra en formas convencionales. Sin embargo, en la actualidad el argumento es probablemente más válido, porque algunos de los estados occidentales (como Francia) se mantendrán neutrales, casi con toda seguridad, en cualquier guerra mundial que llegara a producirse, y China tiene por sí sola más habitantes que los reunidos por todas las potencias occidentales que podrían luchar unidas. En cualquier caso, sean válidos o erróneos estos argumentos, los Estados Unidos han apostado enteramente desde 1945 por la superioridad de su poderío industrial y por su capacidad de dedicar a la guerra más maquinaria y más explosivos que cualquier otro país.
Por consiguiente, han sufrido una pésima conmoción al descubrir que en nuestra época se ha desarrollado un nuevo método para ganar guerras, y que este método supera con creces la organización y la potencia industrial de las operaciones militares convencionales. Se trata de la guerra de guerrillas, y la cantidad de Goliats que han sido derribados por Davids con honda es ya impresionante: los japoneses en China, los alemanes en Yugoslavia durante la guerra, los británicos en Israel, los franceses en Indochina y Argelia. Actualmente, los propios Estados Unidos sufren el mismo trato en Vietnam del Sur. De ahí los angustiados intentos de derramar bombas y más bombas contra unos pequeños hombres ocultos tras los árboles o de descubrir el truco (pues tiene que haber alguno...) que permite a unos pocos millares de campesinos mal armados tener a raya a la mayor potencia militar de la tierra. De ahí también la simple negativa a creer que pueda ser así. Si los Estados Unidos son contrariados, tiene que haber alguna otra razón, mensurable y bombardeable; los agresivos nordvietnamitas, que simpatizan con sus hermanos del sur y les pasan suministros de contrabando; los terribles chinos, que tienen la desfachatez de tener una frontera común con Vietnam del Norte, y, en último caso, sin ninguna duda, los rusos. Antes de que el sentido común quede del todo maltrecho, vale la pena echar una ojeada al carácter de la moderna guerra de guerrillas.
Las actuaciones militares de tipo guerrillero no son un fenómeno nuevo. Cualquier sociedad campesina tiene sus bandidos “generosos” o su Robin de los Bosques, que “roba al rico para dar al pobre” y que escapa de las groseras trampas de soldados y policías hasta que es traicionado. Porque mientras ningún campesino lo entregue y mientras muchos de ellos le tengan al corriente de los movimientos de sus enemigos, es tan inmune a las armas hostiles y tan invisible para las miradas enemigas como pretenden invariablemente las leyendas y canciones en su torno.
En nuestra época es posible encontrar tanto la realidad como la leyenda, literalmente desde la China al Perú. Los recursos militares de las guerrillas, como los de los bandidos, son los que cabe esperar: un armamento elemental reforzado por un conocimiento detallado del terreno más difícil e inaccesible, la movilidad, una resistencia física superior a la de los perseguidores y, por encima de todo, la negativa a luchar en condiciones favorables al enemigo; esto es, con las fuerzas concentradas y frente a frente. Pero la principal reserva de la guerrilla no es militar, y sin ella está indefensa: debe tener la simpatía y el apoyo, activos y pasivos, de la población local. Todo Robin de los Bosques que los pierda es hombre muerto y lo mismo ocurre a la guerrilla. Cualquier manual de guerra de guerrillas empieza destacando esto, y es lo único que la instrucción militar sobre “contrainsurgencia” no puede enseñar.
La principal diferencia entre las formas antiguas -y endémicas en la mayoría de sociedades campesinas- de bandidismo y la guerrilla moderna consiste en que el bandido social del tipo Robin de los Bosques tiene unos objetivos militares extremadamente modestos y limitados (y habitualmente una fuerza sólo muy pequeña y localizada). La prueba de fuego de un grupo guerrillero se produce al plantearse tareas tan ambiciosas como el derrocamiento de un régimen político o la expulsión de una fuerza regular de ocupación, y especialmente cuando se lo propone no en algún rincón remoto de un país (la “zona liberada”) sino en todo un territorio nacional. Hasta comienzos del siglo XX, apenas ningún movimiento de guerrillas afrontó esta prueba; operaban en regiones extremadamente inaccesibles y marginales -las zonas montañosas son el ejemplo más corriente- o se oponían a gobiernos relativamente primitivos e ineficaces, ya fueran nativos o extranjeros. Las acciones guerrilleras han desempeñado a veces, un papel importante en guerras modernas de envergadura, ya como factor exclusivo en condiciones excepcionalmente favorables, como en el caso de los tiroleses contra los franceses en 1809, o -lo que es más corriente- como operaciones auxiliares en apoyo a fuerzas regulares, en las guerras napoleónicas, por ejemplo o en la España y Rusia del siglo actual. No obstante, por sí mismas y durante mucho tiempo,casi nunca han tenido otra utilidad que la de molestar al enemigo, como en la Italia meridional, donde los franceses de Napoleón nunca fueron seriamente perturbados por ellas. Ésta puede ser una de las razones por las que nunca; hasta el siglo XX, preocuparon demasiado a los pensadores militares. Otra razón que puede explicar por qué ni siquiera los luchadores revolucionarios reflexionaron demasiado en torno a ellas es que prácticamente todas las guerrillas existentes han sido ideológicamente conservadoras, aunque socialmente rebeldes. Pocos campesinos habían sido convertidos a conceptos políticos de izquierdas o habían seguido a dirigentes políticos de la misma tendencia.
Lo nuevo en la moderna guerra de guerrillas, por consiguiente, no es militar. Las guerrillas de hoy pueden tener a su disposición equipos mucho mejores que los de sus predecesores, pero siguen estando invariablemente mucho peor armados que sus oponentes (obtienen una gran parte de su armamento -y, en las primeras fases, probablemente la mayor parte del mismo- de lo que puedan capturar, comprar o robar a la parte contraria y no, como pretende el folklore del Pentágono, de suministros extranjeros). Hasta la última fase de la guerra de guerrillas en que las fuerzas guerrilleras se convierten en un ejército y se ponen en condiciones de hacer frente y derrotar a sus adversarios en una batalla abierta, como Dienbienphu, no hay nada en las páginas puramente militares de Mao, Vo Nguyen Giap, Che Guevara u otros manuales de lucha guerrillera que un guerrilleros tradicional o un jefe de banda no considerara sino de simple sentido común.
La novedad es política y de dos tipos. En primer lugar, hoy son más frecuentes las situaciones en que la fuerza guerrillera puede confiar en un apoyo de masas en zonas muy distintas de su país. Esto lo logra en parte apelando al interés común de los pobres contra los ricos, de los oprimidos contra el gobierno, y en parte explotando el nacionalismo o el odio hacia los ocupantes extranjeros (a menudo de otro color). Decir que “lo único que desean los campesinos es que los dejen tranquilos” no es sino una más de las consabidas tesis de los expertos militares. Y no es cierto. Cuando no tienen comida, quieren comida; cuando no tienen tierras, quieren tierras; cuando son timados por los funcionarios de una capital remota, quieren librarse de ellos. Pero, por encima de todo, quieren gozar de sus derechos como seres humanos y, cuando son dominados por extranjeros, quieren librarse de los extranjeros. Habría que añadir que una guerra de guerrillas eficaz sólo es posible en países donde tales llamamientos puedan lanzarse con éxito a un alto porcentaje de la población rural y en una parte importante del territorio del país. Una de las razones principales de la derrota de la guerra de guerrillas en Malaya y Kenya fue que no se cumplieron estas condiciones: las guerrillas se reclutaron casi enteramente entre los chinos o los kikuyu, mientras que los malayos (que constituían la mayoría de la población rural) y el resto de la población de Kenya se mantuvieron en gran medida al margen del movimiento.
La segunda novedad política es la nacionalización no sólo del apoyo a las guerrillas, sino de las propias fuerzas guerrilleras, a través de partidos y movimientos de ámbito nacional y a veces internacional. La unidad guerrillera deja de ser un producto puramente local; se convierte en un cuerpo de cuadros permanentes y móviles a cuyo alrededor se articula la fuerza local. Estos cuadros la conectan con otras unidades hasta formar un “ejército guerrillero” capaz de desarrollar una estrategia a escala nacional y de transformarse en un “auténtico” ejército. También la conectan generalmente con el movimiento nacional no involucrado de manera directa en la lucha armada y particularmente con las ciudades políticamente decisivas. Esto supone un cambio fundamental en el carácter de tales fuerzas: significa que los ejércitos guerrilleros ya no están compuestos sólo de núcleos de revolucionarios puros llegados de fuera del territorio. Por numerosos y entusiastas que sean los voluntarios, el reclutamiento exterior de guerrilleros viene limitado en parte por consideraciones técnicas y en parte porque muchos reclutas potenciales, especialmente los intelectuales y obreros de las ciudades, carecen simplemente de aptitud para esta lucha; les falta el tipo de experiencia que sólo puede adquirirse mediante la acción guerrillera o la vida campesina. Las guerrillas pueden iniciarse partiendo de un núcleo de cuadros, pero incluso una fuerza totalmente exterior, como las unidades comunistas que se mantuvieron durante unos años después de 1945 en Aragón, tuvo que empezar pronto a reclutar sistemáticamente entre la población local. Para lograr éxitos una fuerza guerrillera debe reclutar a la mayoría de sus miembros entre la población local, o entre luchadores profesionales que fueron en sus tiempo reclutados de entre la población local: las ventajas militares de esto son inmensas, como ha subrayado Che Guevara, porque el hombre que procede de la población local “tiene amigos, a quienes puede pedir personalmente ayuda; conoce el terreno y lo que en él pueda ocurrir, y contará también con el entusiasmo adicional del hombre que está defendiendo su propia patria”.
Pero, si bien la fuerza guerrillera es un amalgama de cuadros procedentes de fuera y de reclutas de la misma zona, deberá sufrir además una transformación completa. No sólo tendrá una cohesión, una disciplina y una moral sin precedentes, desarrolladas por una educación sistemática (tanto en leer y escribir como en técnicas militares) y por una formación política, sino también una movilidad sobre el terreno sin precedentes. La “Larga Marcha” hizo pasar al ejército rojo de Mao de una punta de China a otra, y los maquis de Tito efectuaron migraciones semejantes después de derrotas parecidas. Dondequiera que vaya un ejército guerrillero aplicará los principios esenciales de la guerra de guerrillas que son inaplicables por los ejércitos convencionales casi por definición: (a) pagar todo lo que suministre la población local; (b) no violar a las mujeres de la región; © entregar tierras, justicia y escuelas donde quiera que vaya, y (d) no vivir nunca mejor que los habitantes de la zona, ni de una manera distinta.
Estas fuerzas han demostrado ser extraordinariamente poderosas operando como parte de un movimiento político de ámbito nacional y con el apoyo popular. Cuando están en su mejor forma, no pueden ser derrotadas por operaciones militares convencionales. E incluso cuando están en las condiciones peores, sólo pueden ser derrotadas -de acuerdo, con los cálculos de los expertos británicos en contrainsurgencia de Mayala y de los demás sitios- en una proporción mínima de diez hombres contra uno sobre el terreno; lo que equivale a decir, en Vietnam del Sur, con un mínimo de algo así como un millón de norteamericanos y de soldados del régimen títere vietnamita. (Un dato a retener es que los 8.000 guerrilleros malayos inmovilizaron a 140.000 soldados y policías). Como están descubriendo ahora los Estados Unidos, los métodos militares ortodoxos no vienen en absoluto al caso; las bombas no sirven a menos que haya algo más que arrozales en los que producir cráteres. Las fuerzas “oficiales” o extranjeras pronto se dan cuenta de que la única manera de combatir a la guerrilla es la de atacar su base, es decir, la población civil. Han sido propuestas varias maneras de llevar esto a la práctica, desde el anticuado método nazi consistente en tratar a todos los civiles como guerrilleros en potencia, pasando por las matanzas y torturas más selectivas, hasta el sistema hoy popular de secuestrar poblaciones enteras y concentrarlas en recintos fortificados, con la esperanza de privar a las guerrillas de su fuente indispensable de suministros e información. Las fuerzas norteamericanas, con su inclinación habitual a resolver los problemas sociales con medios tecnológicos, muestran preferencia por destruir todo lo que encuentran en amplias superficies, esperando presumiblemente que todas las guerrillas de la zona mueran junto con toda vida humana, animal y vegetal o que, de alguna manera, todos los árboles y arbustos desaparezcan dejando a los guerrilleros sin protección, y de modo que sea posible bombardearlos como a soldados auténticos. El plan de Barry Golwater de desfoliar los bosques de Vietnam mediante bombas nucleares no era más grotescos que lo que actualmente se está llevando a la práctica según los criterios descritos.
La dificultad de tales métodos consiste en que no hacen sino reafirmar a la población local en su voluntad de apoyo a las guerrillas y promover un constante flujo de reclutas hacia ellas. De ahí la elaboración de planes antiguerrilleros para segar la hierba bajo los pies de los enemigos a través del mejoramiento de las condiciones económicas y sociales de la población local, a la manera del rey Federico Guillermo I de Prusia, de quien se decía que corría tras sus súbdito golpeándoles con el bastón y gritando: “¡Quiero que me améis!” Pero no es fácil convencer a la gente de que sus condiciones de vida están siendo mejoradas mientras sus esposas e hijos son víctimas de bombas incendiarias, especialmente cuando los incendiarios viven como príncipes, si se les juzga según los niveles de vida vietnamitas.
Para los gobiernos antiguerrilla es más fácil hablar de dar la tierra a los campesinos, pongamos por caso, que darla de verdad, pero, incluso cuando llevan a cabo algunas reformas de esta clase, no por ello se ganan necesariamente la gratitud de los campesinos. Los pueblos oprimidos no sólo desean mejoras económicas. Los movimientos insurreccionales de mayor envergadura (entre los cuales figura de manera muy destacada el de Vietnam) son los que combinan elementos nacionales y sociales. Un pueblo que desea pan y también independencia no puede contentarse tan sólo con una distribución generosa de pan. Los británicos contrarrestaron la agitación revolucionaria de los irlandeses, bajo Parnell y Davitt, en la década de 1880, mediante una combinación de coerción y reformas económicas, y no sin cierto éxito; aunque esto no impidió el movimiento revolucionario irlandés que los expulsó en 1916-1922.
Sin embargo, hay limitaciones a la capacidad de un ejército guerrillero de ganar una guerra, aunque habitualmente tenga medios efectivos para evitar perderla. En primer lugar, la estrategia guerrillera no es en modo alguno aplicable en todas partes a escala nacional, y ésta es la razón por la que ha fracasado, totalmente o en parte, en una serie de países, como Mayala y Birmania, por ejemplo. Las divisiones y hostilidades internas -de carácter racial, religioso, etc.- dentro de un país o región pueden limitar la basa de la guerrilla a una parte del pueblo, dando automáticamente una base potencial a la acción antiguerrillera en otra u otras partes del mismo. Un caso evidente lo tenemos en la revolución irlandesa de 1916-1922, que fue esencialmente una operación guerrillera y que triunfó en los veintiséis condados pero no en la Irlanda septentrional, pese a contar con una frontera común y una ayuda, activa o pasiva, desde el Sur. (El gobierno británico, dicho sea de paso, nunca tomó esta actitud de simpatía como pretexto para bombardear la presa de Shannon a fin de obligar al gobierno de Dublín a detener su agresión contra el mundo libre.)
Puede haber también pueblos tan poco experimentados o tan desprovistos de cuadros adecuados que permitan que una guerrilla numerosa y ampliamente arraigada sea liquidada, al menos por un tiempo. Éste quizá sea el caso de Angola. O bien la geografía de un país puede facilitar la acción guerrillera localizada, haciendo a la vez notablemente difícil el despliegue de una guerra de guerrillas coordinada (como tal vez sea el caso de algunos países de Latinoamérica). O un pueblo puede ser simplemente demasiado pequeño para conquistar su independencia con la acción directa sin contar con una ayuda exterior importante frente a una alianza de países ocupantes decididos a eliminarlo. Éste puede ser el caso de los kurdos, espléndidos y tenaces luchadores guerrilleros al estilo tradicional que jamás han logrado su independencia.
Además de estos obstáculos, que varían de uno a otro país, hay el problema de las ciudades. Por muy grande que sea el apoyo al movimiento insurreccional en las ciudades y aunque el origen de sus dirigentes sea urbano, las ciudades y, especialmente, las capitales son el último reducto que un ejército guerrillero capturará. A menos de estar pésimamente aconsejado, con el último punto que un ejército guerrillero atacará. La ruta de los comunistas chinos a Shangai y Cantón pasaba por Yenan. Los movimientos de resistencia italianos y francesas organizaron sus insurrecciones urbanas (París, 1944; Milán y Turín, 1945) para los últimos momentos antes de la llegada de los ejércitos aliados, y los polacos, que no lo hicieron (Varsovia, 1943), fueron derrotados. El poder de la industria, los transportes, y la administración modernos sólo puede ser neutraliado por largo tiempo allí donde su densidad sobre el terreno sea escasa. El hostigamiento en pequeña escala y con la interrupción de una o dos carreteras o vías férreas puede bloquear los movimientos militare o la marcha de la administración en zonas rurales de difícil acceso, pero no en la gran ciudad. La acción guerrillera, o su equivalente, es perfectamente posible en la ciudad -al fin y al cabo, ¿cuántos asaltadores de bancos son detenidos en Londres en cualquier época?- y tenemos ejemplos recientes de ello, por ejemplo en la Barcelona de la década de 1940 y en varias ciudades latinoamericanas. Pero su eficacia va poco más allá de una simple perturbación y sólo sirve para crear un clima general de falta de confianza en la eficacia del régimen o para inmovilizar fuerzas de la policía y de otros cuerpos armados que podrían emplearse en otros menesteres.
Finalmente, la limitación más decisiva de la guerra de guerrillas es que no puede vencer hasta que no se convierte en guerra regular, y en éste caso debe afrontar a sus enemigos en el terreno en que éstos son más fuertes. Es comparativamente sencillo para un movimiento guerrillero sólidamente respaldado eliminar el poder oficial de las zonas rurales, excepto en los puntos fuertes donde se concentran físicamente grandes contingentes de fuerzas armadas, y no dejar bajo el control del gobierno o de las fuerzas de ocupación más que las ciudades y las guarniciones aisladas y unidas entre sí por unas pocas carreteras o vías férreas (y sólo durante el día) y por aire y radio. El problema real consiste en ir más allá de esta situación. Los manuales dedican mucha atención a esta última fase de la guerra de guerrillas que los chinos y vietnamitas desarrollaron con éxitos muy brillantes contra Chiang Kai-shek y los franceses. Pero estos éxitos no deben llevar a generalizaciones erróneas. La auténtica fuerza de las guerrillas no reside en su capacidad para convertirse en ejércitos regulares capaces de derrotar a otras fuerzas convencionales, sino en su poderio político. La retirada completa del apoyo popular puede producir el colapso de gobiernos locales, a menudo precedido por deserciones masivas que pasan a engrosar las fuerzas guerrilleras, como en China y Vietnam; una victoria militar decisiva de las guerrillas puede precipitar este colapso. El ejército rebelde de Fidel Castro no ganó La Habana; cuando había demostrado que podía no sólo dominar Sierra Maestra, sino también tomar la capital provincial de Santiago, el aparato gubernamental de Batista se derrumbó.
Las fuerzas de ocupación extranjera suelen ser menos vulnerables y a la vez menos ineficaces. Sin embargo, pueden estar incluso convencidas de su involucración en una guerra que no pueden ganar y de que su precaria dominación sólo puede mantenerse a un costo totalmente desproporcionado. La decisión de suspender el juego desvastador es, naturalmente, humillante, y siempre hay buenas razones para postergarla, puesto que raramente ocurre que las fuerzas extranjeras sufran una derrota decisiva, ni siquiera en acciones locales como la de Dienbienphu. Los norteamericanos están todavía en Saigón, bebiendo su aguardiente en un clima de aparente paz, aunque de vez en cuando estalle alguna bomba en un café. Sus columnas cruzan aún el país en todas direcciones, aparentemente a su antojo, y sus pérdidas no son muy superiores a las que causan los accidentes de tráfico en la metrópoli. Sus aviones sueltan bombas donde les place, y todavía hay alguien que ocupa el cargo de primer ministro del Vietnam “libre”, aunque sea difícil predecir de un día para otro quién va a ser.
De esta manera siempre puede sostenerse que un esfuerzo más va a inclinar la balanza: más tropas, más bombas, más matanzas y torturas, más “misiones sociales”. La historia de la guerra de Angola anticipa, a este respecto, la de Vietnam. En el momento de su terminación, había allí medio millón de franceses vestidos de uniforme (frente a una población musulmana total de nueve millones, es decir, un soldado para dieciocho habitantes, sin contar la población blanca local profrancesa), y el ejército aún pedía más. Entre otras cosas pedía la destrucción de la República francesa.
Es difícil, en tales circunstancias, poner fin a las propias pérdidas, pero hay ocasiones en que no tiene sentido ninguna otra decisión. Algunos gobiernos pueden tomarla antes que otros. Los británicos evacuaron Irlanda e Israel mucho antes de que su situación militar se hubiese hecho insostenible. Los franceses se aferraron durante nueve años a Vietnam y durante siete años a Argelia, pero al final se macharon. Porque, ¿cuál es la alternativa? Las acciones guerrilleras locales o marginales de viejo estilo, tales como las incursiones fronterizas por miembros de tribus, podían ser aisladas o contenidas por varios procedimientos relativamente poco costosos que no interfirieran con la vida corriente de un país o de sus habitantes. Unas pocas escuadrillas de aviación podían bombardear ocasionalmente ciertas poblaciones (procedimiento favorito de los británicos en el Medio Oriente durante el periodo de entreguerras), se podía establecer una zona fronteriza militar (como en la antigua frontera noroccidental de la India) y en casos extremos el gobierno podía abandonar tácitamente a su suerte y durante un tiempo alguna región remota y agitada, procurando simplemente que la agitación no se extendiera. Pero en una situación como la de Vietnam de hoy o la Argelia de finales de la década de los 50, tales procedimientos no habrían funcionado. Si un pueblo no quiere seguir siendo gobernado al viejo estilo, no se puede hacer gran cosa. Naturalmente, si se hubieran celebrado elecciones en Vietnam del Sur en 1956, tal como habían establecido los acuerdos de Ginebra, las opiniones de sus habitantes se habrían dado a conocer a un costo considerablemente inferior.
¿Qué les queda en tal caso a los contrainsurgentes? Sería absurdo pretender que la guerra de guerrillas es una receta infalible para el triunfo revolucionario o que sus perspectivas de éxito, hoy por hoy, son realistas más allá de en un escaso número de países relativamente subdesarrollados. Los teóricos de la “contrainsurgencia” pueden por consiguiente tranquilizarse con la convicción de que no están destinados siempre a perder. Pero ésta no es la cuestión. Cuando por una u otra razón una guerra de guerrillas llega a ser genuinamente nacional en carácter y en alcance territorial, y cuando ha expulsado a la administración oficial de amplias zonas del campo, las probabilidades de derrotarla son nulas. Que los mau-mau fueran derrotados en Kenya no es ningún consuelo para los norteamericanos en Vietnam y menos si se tiene en cuenta que Kenya es ahora independiente y que los mau-mau son considerados pioneros y héroes de la lucha nacional. El hecho de que el gobierno birmano no haya sido derrocado jamás por las guerrillas no era ningún consuelo para los franceses en Argelia. El problema, para el presidente Johnson, es Vietnam y no las Filipinas, y la situación en Vietnam está perdida.
Lo único que queda en tales situaciones es una suma de ilusiones y de terror. Las racionalizaciones de la actual política de Washington estuvieron todas anticipadas por Argelia. Portavoces franceses oficiales nos dijeron que el argelino corriente estaba del lado de Francia o que, si no lo estaba explícitamente, quería solo paz y tranquilidad, pero que el FLN lo aterrorizaba. Se nos decía, prácticamente una vez por semana, que la situación había mejorado, que ya estaba estabilizada, que al mes siguiente podría verse como las fuerzas del orden recobraban la iniciativa, que todo lo que se necesitaba eran otros pocos miles de soldados y otros pocos millones de francos. Se nos decía que la rebelión pronto decaería, una vez privada de sus santuarios extranjeros y de sus fuentes de suministros. Esos santuarios (Túnez) fueron bombardeados y la frontera cerrada herméticamente. Se nos dijo que con la sola supresión del gran centro de subversión musulmana en El Cairo todo se arreglaría. Los franceses, por consiguiente, declararon la guerra a Egipto. En los últimos periodos se nos dije que podía haber algunas gentes que desearan realmente librarse de los franceses, pero que, como el FLN obviamente no representaba al pueblo argelino, sino sólo a una banda de infiltrados ideológicos, sería una infame deslealtad hacia los argelinos aceptar negociar con ellos. Se nos habló de las minorías que debían ser protegidas contra el terror. Lo único que no se nos dijo fue que Francia, si fuera necesario, usaría armas nucleares, porque Francia en aquellos momentos no tenía ninguna. ¿Cuál fue el resultado de todo ello? Que Argelia hoy está gobernada por el FLN.
El medio por el que las ilusiones se tornan reales es el terror, principalmente el que se ejerce -por el peso de las propias circunstancias- contra la población no combatiente. Hay el terror al viejo estilo, ejercido contra la población civil por soldados temerosos y desmoralizados por el hecho de que en este clase de guerras cualquier civil puede ser un luchador enemigo y que culmina en las infamantes represalias masivas de las que son ejemplo los arrasamientos de poblaciones, como Lidice y Oradour por parte de los nazis. Los artífices inteligentes de la contrainsurgencia desaconsejan este tipo de actuaciones porque convierten a la población local en una masa totalmente hostil. Sin embargo, esta clase de terror y de represalias no dejan de producirse. Por añadidura, se dará la más selectiva de las torturas a prisioneros para lograr información. En el pasado, tal vez hubiera alguna limitación moral a este tipo de tortura, pero no la hay, por desgracia, en nuestro tiempo. La verdad es que hemos llegado tan lejos en el olvido de los más elementales reflejos de humanidad que en Vietnam fotografiamos a torturadores y víctimas y publicamos las fotografías en la prensa.
Un segundo tipo de terror es el que está en la base de toda guerra moderna, cuyos objetivos hoy en día son esencialmente las poblaciones civiles más que los combatientes. (Nadie habría desarrollado los arsenales nucleares de ser otros los fines de la guerra). Según la ortodoxia bélica, el propósito de la destrucción masiva indiscriminada es el de quebrantar la moral de la población y del gobierno y destruir la base industrial y administrativa sobre la que debe reposar todo esfuerzo ortodoxo de guerra. Ninguna tarea es tan fácil en la guerra de guerrillas, porque apenas hay ciudades, fábricas, comunicaciones u otras instalaciones que destruir, ni nada parecido a la vulnerable máquina administrativa central de un estado avanzado. Por otra parte, ciertos éxitos más modestos pueden dar buenos resultados. Si el terror llega a convencer a una sola zona de que se retire su apoyo a las guerrillas, empujándolas así hacia otras zonas, es una ganancia neta para la acción antiguerrillera. De manera que la tentación de seguir bombardeando e incendiando a placer es irresistible, especialmente para países como los Estados Unidos, que podrían despojar enteramente de vida toda la superficie de Vietnam del Sur sin consumar más que limitadamente sus reservas de armamento y dinero.
Finalmente, hay la forma más desesperante y desesperada de terror que los Estados Unidos están ahora aplicando: la amenaza de extender la guerra a otras naciones a menos que logren detener en alguna medida la acción guerrillera. Esto no tiene ninguna justificación racional. Si la guerra de Vietnam fuera realmente lo que el Departamento de Estado pretende, a saber, una agresión extranjera “indirecta” sin ninguna “rebelión expontánea y autóctona”, entonces no sería necesario ningún bombardeo de Vietnam del Norte. El Vietcong no tendría más importancia en la historia que los intentos de desencadenar una guerra de guerrillas en España después de 1945, intentos que se fueron desvaneciendo y que dejaron pocas huellas, salvo algunas narraciones en periódicos locales y unas escasas publicaciones por parte de policías españoles. A la inversa, si el pueblo de Vietnam del Sur apoyara realmente al general de turno que pretende encabezar su gobierno o si se limitara tan sólo a desear que se le dejara en paz, no habría en ese país más problema que los existentes en los vecinos reinos de Camboya y Birmania, donde han existido o existen todavía movimientos guerrilleros.
Pero está claro hoy -y debería haberlo estado siempre- que el Vietcong no se irá tranquilamente, y que ningún milagro transformará Vietnam del Sur en una estable república anticomunista en un futuro previsible. Como saben la mayoría de los gobiernos del mundo (aunque uno o dos, como el británico, demasiado dependientes del de Washington para decirlo abiertamente), no puede haber solución militar en Vietnam sin por lo menos una guerra terrestre convencional de gran envergadura en el Extremo Oriente, que probablemente se convertiría en una guerra mundial cuando los Estados Unidos, antes o después, descubrieran que tampoco podían ganar esa guerra convencional. Y esta guerra sería librada por varios centenares de miles de soldados norteamericanos, porque los aliados de los Estados Unidos, aunque sin duda dispuestos a enviar un batallón o una unidad sanitaria como prueba de buena voluntad, no son tan insensatos como para involucrarse seriamente en un conflicto de esta clase. La presión para escalar un poco más irá en aumento, así como la creencia del Pentágono en la más suicida de todas las numerosas ilusiones vietnamitas: la de que, en la última acción decisiva, los norvietnamitas y chinos pueden ser empujados hacia la derrota o retirada mediante el terror provocado por la perspectiva de una guerra nuclear.
No pueden serlo, y por tres razones. En primer lugar, porque nadie cree (digan lo que digan las computadoras) que un gobierno de los Estados Unidos, realmente interesado en un mundo estable y pacífico, vaya a desencadenar una guerra nuclear sobre Vietnam. Vietnam del Sur es una cuestión de importancia vital para Hanoi y Pekín, del mismo modo que la retirada de los cohetes soviéticos del Caribe era considerada en Washington como una cuestión vital; en cambio, en Vietnam sólo se plantea para los Estados Unidos un problema de salvar la cara, como las bases cubanas de cohetes no eran más que una cuestión marginal para Jruschov. Los rusos se retiraron en el caso de Cuba porque para ellos no merecía ninguna clase de guerra mundial, ni nuclear ni convencional. Por la misma razón cabe esperar que los Estados Unidos se retiren de Vietnam del Sur, suponiendo que estén interesados en la paz mundial y que pueda encontrarse, como es de suponer, algún tipo de fórmula que permita salvar la cara.
En segundo lugar, y suponiendo que los Estados Unidos realmente no estén dispuestos a ningún arreglo realista en Vietnam del Sur, su amenaza nuclear no funcionará a largo plazo porque Vietnam del Norte y China (y unos pocos otros países) llegarán a la conclusión de que no se puede esperar nada de las concesiones, a no ser una nueva escalada de exigencias por parte de los Estados Unidos. Se habla tanto de “Munich” en Washington estos días que se olvida hasta qué punto la situación debe parecerse a “Munich” desde el otro bando. Un gobierno que se considera libre para bombardear un país con el que no está en guerra no puede sorprenderse de que China y Vietnam del Norte se nieguen a creer que ésta sea la última concesión que se les pida que hagan. Hay situaciones hoy en día, y el gobierno de los Estados Unidos lo sabe perfectamente, en que algunos países están dispuestos a afrontar los riesgos de una guerra mundial e incluso de una guerra nuclear. Para China y Vietnam del Norte, Vietnam del Sur es una de esas situaciones y los chinos siempre lo han dicho con claridad. Creer lo contrario es una ensoñación peligrosa.
En tercer y último lugar, la amenaza de guerra nuclear contra China y Vietnam del Norte es relativamente ineficaz, porque se trata de una amenaza que pesa más contra los países beligerantes que estén industrializados. Supone que en la guerra moderna llega un momento en que un país o un pueblo tiene que ceder porque su espinazo está quebrado. Éste es el desenlace cierto de una guerra nuclear para estados industriales de pequeña y media dimensión, y un desenlace probable para grandes países (incluidos los Estados Unidos), pero no es el desenlace necesario para un estado relativamente subdesarrollado, especialmente para uno tan gigantesco como China. Es indudable que China (sin la URSS) no tiene ninguna posibilidad de derrotar a los Estados Unidos. La fuerza de su posición consiste en que tampoco puede ser vencida en ningún sentido realista de la palabra. Sus bombas nucleares -más testimoniales que efectivas- pueden ser destruidas, así como sus industrias, sus ciudades y muchos de entre sus 700 millones de ciudadanos. Pero todo esto no haría más que retrotraer el país al nivel en que estaba en tiempos de la guerra de Corea. No hay bastantes norteamericanos para conquistar y ocupar el país.
Es importante para los generales norteamericanos (y para cualquier otro que elabore previsiones en torno a la guerra partiendo de suposiciones derivadas de una sociedad industrial) darse cuenta de que una amenaza nuclear será considerada por los chinos o bien como algo inverosomil o como algo inevitable, pero no algo decisivo. Por consiguiente, no actuará como una amenaza, aunque sin duda los chinos no se precipitarán con ligereza hacia una guerra de envergadura, y especialmente hacia una guerra nuclear, aunque crean que es inevitable. Como en el caso de la guerra de Corea, no es probable que entren en guerra hasta ser directamente agredidos o amenazados. Por consiguiente, queda en pie el dilema de la política norteamericana. El hecho de tener tres veces más bombas nucleares que el resto del mundo es muy impresionante, pero no impedirá a los pueblos hacer las revoluciones que el señor McGeorge Bundy desapruebe. Las bombas nucleares no pueden ganar guerras de guerrillas como la que los vietnamitas están ahora librando, y sin estas armas es improbable que incluso las guerras convencionales puedan ser ganadas en esa región. (La guerra de Corea fue, en el mejor de los casos, un empate). Las bombas nucleares no pueden usarse como una amenaza para ganar una pequeña guerra que está perdida, ni siquiera para una guerra de dimensiones medias, ya que, aunque las masas pueden ser diezmadas, el enemigo no puede ser llevado a la rendición. Si los Estados Unidos pueden llegar a admitir las realidades del Sudeste asiático, volverán a encontrarse aproximadamente en la posición que ocupaban antes, esto es, la posición de la potencia más formidable del mundo, cuya posición e influencia nadie quiere disputar, aunque sólo sea porque nadie puede, pero que, al igual que todas las demás potencias del presente y del pasado, debe vivir en un mondo que no es plenamente de su agrado. Si los Estados Unidos no llegan a admitirlo, antes o después lanzarán aquellos cohetes. El peligro es que los Estados Unidos, afectados por la conocida enfermedad del infantilismo de gran potencia -un sueño de omnipotencia-, se dejen arrastrar hacia la guerra nuclear antes que afrontar la realidad. 1
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Nota del autor:
- Aunque
la situación ha cambiado después de haber sido escrito este
artículo, poco después de la decisión de los Estados Unidos de
proceder a la escalada de 1965 en la guerra vietnamita, he preferido
volverlo a publicar sin modificaciones, en parte porque las
argumentaciones generales siguen siendo válidas, pero en parte
también por el gusto de dejar constancia de una predicción que se
ha cumplido.
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