El radicalismo político estadounidense y su crítica

Universidad negativa | 12:48 | 0 comentarios

Por Erich Fromm
Digitalizado de Ética y política. Ediciones Paidós
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Jóvenes estadounidenses de la organización revolucionaria Weather Underground Organization. 1969.


El texto siguiente, redactado en 1968, iba a formar parte del libro La Revolución de la Esperanza. Correspondía al análisis de actualidad del capítulo 3 y llevaba por título «¿Dónde estamos hoy?». Al abreviarse este libro, fue retirado del original de imprenta y se publica ahora por primera vez.

El modo de producción y consumo de las sociedades industriales occidentales hace del hombre un apéndice de la máquina, dirigido por su mismo ritmo y sus necesidades. Se convierte en homo consumens, en consumidor total y absoluto, cuya finalidad única es tener y usar más. Esta sociedad produce muchas cosas útiles, tantas como personas inútiles. El hombre, una ruedecilla de la máquina productiva, se convierte en cosa y deja de ser hombre. Pasa el tiempo haciendo cosas que no le interesan, con personas por las que no se interesa y produciendo cosas que tampoco le interesan; y cuando no produce, consume. Es el eterno mamón con la boca abierta, que traga pasivamente, sin esfuerzo ni actividad interna, cualquier cosa que le imponga la industria de evitar y producir aburrimiento, o sea, la industria del tabaco, bebida, cine, automóviles, televisión, deportes, lecturas: todo lo que cualquiera pueda permitirse sin poner demasiada pasión. Por eso, lo único que puede evitar esta industria es que el aburrimiento se haga consciente; pero, inconscientemente o no, el aburrimiento sigue siendo aburrimiento.
Si la vida no es interesante, si el hombre es completamente pasivo, si no participa, no se relaciona activamente con la vida, queda angustiado, aislado y desesperado, porque sólo emplea su vida en asegurarse la mera existencia. El existir, como fin en sí mismo, es, humanamente hablando, absurdo. La falta de interés y alegría que tiene como consecuencia una desesperación interna y una angustia que casi siempre quedan inconscientes. Pero ¿quién se atreve a hacerse consciente de su descontento, cuando tal cosa significa que se es un “fracasado”?
Este aburrimiento, angustia y aislamiento, esta depresión crónica, ¿son enteramente inconscientes? Quien tenga ocasión de hablar franca y directamente con estadounidenses, jóvenes, e incluso viejos y de edad mediana, sabrá que la respuesta es “no”. Muchos son bien conscientes de gran parte de estos sentimientos, y muchos más, cuando se mencionan estas cosas, se iluminan de repente, y muestran el agradecimiento típico de alguien a quien se habla de una cosa bien sabida que no se atrevía a pensar, y se desahogan, y lo confirman extendiéndose en muchos ejemplos concretos.
Quizás en ningún otro país del mundo se rechacen tanto como en Estados Unidos los valores de la cultura del consumo: el tener más de un coche, la vivienda de dos pisos, la notoriedad, etc. En los países que no han alcanzado todavía el nivel de consumo de Estados Unidos, parecen creer que un día serán felices, cuando todos tengan un coche, o dos, o tres, y siguen esperando que llegue ese día, si no en vida suya, en vida de sus hijos o nietos. Sin embargo, la mayoría de los estadounidenses saben ya qué es tener un coche, y televisión y nevera, y refrigerador, y lavadora. Y muchos han caído en la cuenta de que, a pesar de todo ello, de lo que tienen y usan, no están todavía en el camino de la felicidad. En efecto, se inclinan a dudar de estos valores consumistas mucho más que sus semejantes de los países menos industrializados.

¿Cuáles son las reacciones ante este estado de creciente duda e insatisfacción?

Una, la reacción quizá de la mayoría, es negar que haya dudas. Los que entran en este grupo se aferran a las antiguas ideas, conceptos, sentimientos y métodos, con tanta más rigidez o fanatismo cuanto más tratan de eludir la conciencia de la duda. Niegan que el mundo esté sufriendo ningún cambio particular, aparte del meramente técnico, siendo éste, para ellos una simple bendicion. Reafirman ideas desfasadas sobre la soberania nacional y la guerra (incluso la guerra nuclear) como continuación de la política por otros medios. Muchos compensan su sensación de impotencia personal con el deseo de que Estados Unidos consiga un poder omnímodo sobre todo el mundo. Contra toda razón, se agarran a la creencia de que nada fundamental ha cambiado y de que la fuerza puede resolver todos los problemas. Y si es así, ¿por qué no emplearla? Que ellos y sus hijos perecerán en la última prueba del más fuerte, es decir, la guerra nuclear, no les afecta nada. Si uno está desesperado, si es incapaz de encontrar sentido a la vida y conocer la alagería, aun la imagen de una destrucción total palidece ante el miedo a darse cuenta de que uno no es más que una cosa impotente. Además, si uno no tiene valentía para vivir, la valentía para morir es el mejor sucedáneo de derechas.
Otra reacción, la de parte considerable del público estadounidense, es la reflexión y la duda consciente. Empiezan a pensar y a hacer preguntas, cada vez más desde los últimos diez años. No les satisfacen, las frívolas explicaciones de los protavoces gubernamentales. Incluso niegan la pericia de los generales en materia militar. Exigen la verdad, al saber que sólo les cuentan medias verdades -peores que una mentira cabal-. Su sentido humanitario y su conciencia moral protestan contra la despiadada matanza de un pueblo lejano, allá en el Asia del Sureste, y contra la ineficacia y mezquindad de las medidas que se toman para ayudar a los estadounidenses negros y a los blancos más pobres a conseguir un nivel de vida más digno, lo cual, aun indirectamente, significaría ser libre, más que un sentido político o puramente formal.
De este grupo de personas -en gran parte, intelectuales, estudiantes, comerciantes e industriales no pertenecientes a la gran estructura empresarial y, por último, muchos políticos honrados, humanos e inteligentes- proceden los dirigentes y los seguidores de las organizaciones pro paz, desarme, Gobierno mundial e igualdad racial, organizaciones que ejercen cierto influjo indirecto sobre la acción gubernamental, si bien no podemos estar seguros de hasta qué punto. No son radicales, pero son críticos, inquietos y sensibles. Sin embargo, de muchos de ellos se ha apoderado una sensación de impotencia y desamparo al ver que sus ideas encuentran poco eco en la prensa, y los gobernantes les prestan poca atención y a veces los reciben con burlas. Se sienten en el papel de coro griego, que conoce y predice el trágico final, pero no puede influir en el curso de los acontecimientos. Advierten, piden, protestan y, cuanto más activos son, tanto más desesperadamente sienten que ningún grado de actividad por su parte parece tener el mínimo efecto.
El tercero es un grupo pequeño, el compuesto por los “radicales”. Son sobre todo jóvenes, en su mayoría estudiantes, aunque simpatizan con ellos y los ayudan algunas personas mayores. No son un grupo unido de ninguna manera, y para describir sus diferencias habría que escribir más bien un libro que unos cuantos párrafos.
Los más conservadores de ellos son los comunistas, que se enfrentan a un auténtico dilema. Dado que la Unión Soviética llegó a ser, con la subida de Stalin, uno de los países más conservadores de Europa, que se servía de una ideología revolucionaria para cimentar su fábrica social, y dado que los partidos comunistas han defendido siempre la línea de la Unión Soviética, les viene impuesta forzosamente una postura conservadora. Si se admira a la Unión Soviética como realización de los ideales comunistas, no se tiene más remedio que ser conservador. A la vez, no obstante, como no viven en la Unión Soviética, y están en el papel de una minoría perseguida en el escenario estadounidense, han conservado también cierta veta radical, crítica, rebelde o quizá incluso revolucionaria, que les da esta imagen ante sus conciudadanos. Combinar el esencial conservadurismo de admiradores del “socialismo” soviético con el radicalismo ideológico, y aun a veces real, de la tradición que se remonta a la época de Lenin y Trotski es empresa difícil y, de hecho, paralizante. Este grupo de radicales, o de marxistas, como ellos se definen a menudo, es, sin embargo, una minoría muy reducida en el espectro del radicalismo estadounidense.
En el otro extremo del espectro hay otra minoría pequeña: la que se manifiesta en el movimiento de los beatnik y de los hippies. En primer lugar, no son políticos. No obedecen a ninguna tradición revolucionaria. La suya es una protesta muy auténtica contra la insinceridad, la vacuidad y el desamor de sus mayores. Protestan contra la forma de vida burguesa, más siendo ellos como son que por ninguna acción concertada ni ideología. Muchos quizá sean más francamente neuróticos que sus coetáneos conservadores y adaptados, y muchos son más parte de la cultura del con sumo de lo que ellos mismos creen. Muchos buscan en los estupefacientes un atajo hacia la “iluminación”, a una experiencia más profunda y más verdadera de la vida. Pero cultivan muy sinceramente una libertad mayor de sentimiento, de vivir en el aquí y ahora y de alegría, incluido el placer sexual. Son la vanguardia de un grupo difundidísimo entre los jóvenes para quienes los Beatles, con sus letras simplonas y a menudo sensibleras o absurdas, y con el ritmo de su música, han venido a sustituir los placeres de sus mayores, más mecánicos y muertos, con sus coches y sus refrigeradores. El entusiasmo que muestran es patético y conmovedor. Lo que habría parecido ramplón y sensiblero a los jóvenes de los años veinte es para ellos una manifestación de vida y espiritualidad. ¡Qué falto de estímulos, de interés y de esperanza tiene que estar un joven para disfrutar con la cultura de los Beatles!, de esos mismos Beatles que son en sí mismos un producto de la cultura publicitaria a gran escala y muestran su falsedad haciéndose partidarios de un supuesto gurú indio que vende mantras personales por un mínimo de 35 dólares y prepara dirigentes espirituales en cursos acelerados de cuatro meses a cambio de un viaje a las faldas del Himalaya y 400 dólares. El Maharishi quizá necesite para su empresa el apoyo de los Beatles tanto como éstos necesitan reformar sus popularidad con un halo de espiritualidad.
No basta ser joven. La juventud tiene el inconveniente de no durar, y lo que pueda ser apasionante para los “niños del amor” de hoy resultará un latazo para esos mismos “niños” cuanto tengan 40 años. La barba oculta más de lo que expresa; y el descuido en el vestir no manifiesta esperanza. Quizá pueda decirse que son más libres y más espontáneos en sus actitudes físicas y en su goce sexual. En este sentido se distinguen de sus padres suburbanitas, cuya práctica de la libertad sexual no señala más que su vacío interno. Para éstos, los mayores, la libertad sexual es la única emocioncita que alivia su profundo aburrimiento, pero está tan huera de intensidad sentimental que no puede calificarse como enrriquecedora de la vida. Digamos de paso que fue un error de un psicoanalista como Wilhelm Reich y de un filósofo como Herbert Marcuse, ambos de talento, basar su pensamiento en las ideas de los conservadores antiguos, para quienes la represión sexual formaba parte de sus creencias políticas y morales. Esto ya no es así. Del mismo modo que los nazis, al contrario de los conservadores nacionalistas, estaban a favor de la libertad sexual, tampoco la subcultura suburbanita es ni una pizca más humana ni políticamente progresista por causa de su libertinaje sexual.
La sexualidad ha llegado a ser un artículo de consumo. Como previó con tanta perspicacia Aldous Huxley en Un mundo feliz, sirve de importantísima actividad compensatoria para mitigar el aburrimiento y dar una apariencia de aventura, de modo que refuerza la consistencia de la sociedad industrial burocrática. La insistencia de Freud en los peligros de la represión sexual era una protesta legítima contra el puritanismo de clase media, pero ni él ni la nueva clase media analizaron el carácter de la satisfacción sexual del hombre enajenado.
Otro grupo radical es el de los activistas, los que emplean métodos más duros, e incluso violentos, de desobediencia civil, o manifestaciones, sentadas, etc... que los miembros menos activistas del movimiento pacifista y del movimiento pro derechos civiles. Estos activistas radicales tampoco son un grupo unido. Unos se concentran en la guerra del Vietnam y en la campaña contra el reclutamiento; otros son aliados de los elementos más extremistas de Fuerza Negra (Black Power) y otros quieren ver en la Cuba de Castro la gran promesa del futuro. Naturalmente, estos subgrupos se entrecruzan, y a veces no es cosa más que de tiempo y energía el que un activista radical concentre sus esfuerzos en un sentido u otro.
Se diferencian también en otra cosa importante: unos están, sobre todo, llenos de odio hacia el orden actual y se sinten muy atraídos por la violencia. Otros sienten indignación, pero no están llenos de odio y no creen que la violencia sea positiva: de hecho, aborrecen la violencia, independientemente de su finalidad. Es natural y sin remedio que un movimiento de activistas radicales, como cualquier movimiento revolucionario, atraiga neuróticos, fanáticos, narcisistas, trepadores e hipócritas. Pero, ciertamente, sería injusto y precipitado concluir que los activistas radicales se reclutan sobre todo entre tales personas. No hace falta ser fanático, ni ambicioso, ni estar lleno de odio, para sentir repulsión, que a veces puede parecerse al odio, por un régimen y una política que ordenan y justifican la comisión de bárbaras atrocidades y preparan friamente la destrucción de su propio país y de casi todo el mundo jugando como listillos con las armas nucleares.
Lo malo de estos activistas radicales no es que entre ellos se encuentren fanáticos y odiosos. Lo malo es una cosa distinta y mucho más importante. Gastan su energía en protestas, indignación, irritación, desafíos y gestos teatrales. Critican -con frecuencia, a gritos- y repiten una y otra vez lo inmoral, estúpida y peligrosa que es la guerra del Vietnam, la política exterior de Estados Unidos y el trato a los negros. No es que haya nada malo en esta crítica, ni en sus manifestaciones de protesta de un tipo u otro. En verdad, es importante y debe hacerse. Pero, el gran defecto y, a mi parecer, el fallo de estos activistas radicales está en que no piensan en nada mejor que en manifestar su crítica y su indignación. Lo malo es que no señalen una alternativa, ni indiquen los problemas que deben resolverse para transformar su sociedad de modo que ésta encierre una propuesta de vida, física y espiritual.
Hay también mucha con fusión entre los activistas que defienden la desobediencia civil. Si con la desobediencia civil pretenden hacer oír de manera impresionante y viva la voz de su conciencia moral, tienen derecho a dar testimonio de la verdad y merecen todo el respeto por su acción. Pero aquí no termina la cosa. Muchos creen que mediante sus actos de desobediencia civil pueden ejercer una influencia directa sobre el Gobierno, o incluso que podrían obligar al Gobierno a cambiar de política.
A veces parece que estos grupos no se han aclarado sobre lo que quieren, sea una revolución, sea empujar a un sector importante de la opinión pública estadounidense en el sentido de una reforma radical., No comprenden justamente que no pueda propugnarse la acción directa en una situación revolucionaria, cuando gran parte de la población está al borde de la acción política, y cuando unos actos enérgicos de grupos pequeños pueden tener el efecto de encender la “masa crítica”. En una situación como la estadounidense, ciertamente no revolucionaria, estos mismos activistas suelen favorecer a las fuerzas reaccionarias y enajenar a gran parte de la población que se podría haber ganado para la causa de la reforma radical. Emplear tácticas revolucionarias en una situación no revolucionaria es políticamente ingenuo. Ya es hora de que la izquierda radical se decide sobre si cree o no cree en las posibilidades revolucionarias de Estados Unidos en este período y analice cuidadosamente qué estrategia y tácticas son las adecuadas a las situaciones revolucionaria y no revolucionaria. (Martin Oppenheimer, 1968, págs. 5 y sigs., ha señalado exactamente esta cuestión).
No quiero decir que nadie tenga derecho a criticar, a menos que muestre otra solución mejor. Todo el mundo tiene derecho a criticar, en realidad, tiene el deber de criticar, aunque no pueda ofrecer otra solución. Pero si digo que la crítica es fútil e históricamente ineficaz si no tiene relación, al menos, con una tentativa de plantear las cuestiones que, por su parte, pudieran llevar a una solución, y si no a una solución, por lo menos, a señalar el camino por el que pueda encontrarse. La crítica que ni siquiera haga esta tentativa habrá de ser sospechosa de un tipo particular de egoísmo: aquel por el cual uno trata de salvar su conciencia y salvarse a sí mismo queriendo demostrar que es mejor que los demás. El santo patrón de esta crítica es el profeta Jonás: quería que los habitantes de Sodoma y Gomorra fuesen castigados por sus pecados y se decepcionó cuando se arrepintieron y se salvaron. Los grandes profetas, de Isaías a Marx, también fueron críticos, pero superaron la indignación, no se demoraron en la desesperación ni el odio. Su empeño principal fue explicar, convencer, mostrar nuevas alternativas. El fallo de los activistas radicales está en que no muestran alternativas.
Es un fallo que tiene que ver con otro: su falta de relación con el pensamiento tradicional, e incluso, como a veces uno sospecha, su desprecio por él. Naturalmente, no se puede acusar en este sentido a los comunistas, al menos hablando en sentido estricto. Ellos creen representar la tradición de Marx, y eso significa, entre los más instruidos, que tienen cierto conocimiento de Hegel y de los filósofos anteriores. Pero, en general, su idea de Marx es tan falsa como la de los marxistas soviéticos, y no puede decirse que suponga una relación viva con la tradición del pensamiento occidental, por no hablar del oriental. De todos modos, como no son muchos, tampoco importa demasiado.
El núcleo de los radicales, tanto los hippies como los activistas, no muestran, por lo general, conocimiento, relación, ni interés por la tradición. Su desprecio y su desconfianza hacia las generaciones de los mayores quizá les haga también despreciar y desconfiar los libros y teorías. Si sólo fuese una crítica de la manera como se enseñan las teorías a menudo en la Universidad, estaría justificado. Pero no es sólo eso. Sencillamente, no les interesa un pensamiento tan profundo y complicado como el de Marx, o Hegel, o Goethe, o Feuerbach, o Spinoza, por citar sólo unos cuantos. Creen que, con ser jóvenes y estar indignados, basta para cambiar el mundo. Pero son demasiado jóvenes y demasiado airados para darse cuenta de que están equivocados. No comprender que el marxismo del siglo XIX y comienzos del XX fue una filosofía que captó a las masas, incluso de gente modesta y sin instrucción. No ven que la cultura, comprendidas sus fases revolucionarias, se ha venido formando con el desarrollo del pensamiento humano, de la razón, de la fantasía y del esfuerzo intelectual, no a partir de la irritación ni el odio. Si nos desligamos de la tradición del pensamiento, somos como una planta que sigue floreciendo por las lluvias de ayer, pero que mañana se marchitará.

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