El radicalismo político estadounidense y su crítica
Por Erich Fromm
Digitalizado de Ética y política. Ediciones Paidós
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Jóvenes estadounidenses de la organización revolucionaria Weather Underground Organization. 1969.
El texto
siguiente, redactado en 1968, iba a formar parte del libro La
Revolución de la Esperanza. Correspondía al análisis de actualidad
del capítulo 3 y llevaba por título «¿Dónde estamos hoy?». Al
abreviarse este libro, fue retirado del original de imprenta y se
publica ahora por primera vez.
El modo de producción y
consumo de las sociedades industriales occidentales hace del hombre
un apéndice de la máquina, dirigido por su mismo ritmo y sus
necesidades. Se convierte en homo consumens, en consumidor
total y absoluto, cuya finalidad única es tener y usar más. Esta
sociedad produce muchas cosas útiles, tantas como personas inútiles.
El hombre, una ruedecilla de la máquina productiva, se convierte en
cosa y deja de ser hombre. Pasa el tiempo haciendo cosas que no le
interesan, con personas por las que no se interesa y produciendo
cosas que tampoco le interesan; y cuando no produce, consume. Es el
eterno mamón con la boca abierta, que traga pasivamente, sin
esfuerzo ni actividad interna, cualquier cosa que le imponga la
industria de evitar y producir aburrimiento, o sea, la industria del
tabaco, bebida, cine, automóviles, televisión, deportes, lecturas:
todo lo que cualquiera pueda permitirse sin poner demasiada pasión.
Por eso, lo único que puede evitar esta industria es que el
aburrimiento se haga consciente; pero, inconscientemente o no, el
aburrimiento sigue siendo aburrimiento.
Si la vida no es
interesante, si el hombre es completamente pasivo, si no participa,
no se relaciona activamente con la vida, queda angustiado, aislado y
desesperado, porque sólo emplea su vida en asegurarse la mera
existencia. El existir, como fin en sí mismo, es, humanamente
hablando, absurdo. La falta de interés y alegría que tiene como
consecuencia una desesperación interna y una angustia que casi
siempre quedan inconscientes. Pero ¿quién se atreve a hacerse
consciente de su descontento, cuando tal cosa significa que se es un
“fracasado”?
Este aburrimiento,
angustia y aislamiento, esta depresión crónica, ¿son enteramente
inconscientes? Quien tenga ocasión de hablar franca y directamente
con estadounidenses, jóvenes, e incluso viejos y de edad mediana,
sabrá que la respuesta es “no”. Muchos son bien conscientes de
gran parte de estos sentimientos, y muchos más, cuando se mencionan
estas cosas, se iluminan de repente, y muestran el agradecimiento
típico de alguien a quien se habla de una cosa bien sabida que no se
atrevía a pensar, y se desahogan, y lo confirman extendiéndose en
muchos ejemplos concretos.
Quizás en ningún otro
país del mundo se rechacen tanto como en Estados Unidos los valores
de la cultura del consumo: el tener más de un coche, la vivienda de
dos pisos, la notoriedad, etc. En los países que no han alcanzado
todavía el nivel de consumo de Estados Unidos, parecen creer que un
día serán felices, cuando todos tengan un coche, o dos, o tres, y
siguen esperando que llegue ese día, si no en vida suya, en vida de
sus hijos o nietos. Sin embargo, la mayoría de los estadounidenses
saben ya qué es tener un coche, y televisión y nevera, y
refrigerador, y lavadora. Y muchos han caído en la cuenta de que, a
pesar de todo ello, de lo que tienen y usan, no están todavía en el
camino de la felicidad. En efecto, se inclinan a dudar de estos
valores consumistas mucho más que sus semejantes de los países
menos industrializados.
¿Cuáles son las
reacciones ante este estado de creciente duda e insatisfacción?
Una, la reacción quizá
de la mayoría, es negar que haya dudas. Los que entran en este grupo
se aferran a las antiguas ideas, conceptos, sentimientos y métodos,
con tanta más rigidez o fanatismo cuanto más tratan de eludir la
conciencia de la duda. Niegan que el mundo esté sufriendo ningún
cambio particular, aparte del meramente técnico, siendo éste, para
ellos una simple bendicion. Reafirman ideas desfasadas sobre la
soberania nacional y la guerra (incluso la guerra nuclear) como
continuación de la política por otros medios. Muchos compensan su
sensación de impotencia personal con el deseo de que Estados Unidos
consiga un poder omnímodo sobre todo el mundo. Contra toda razón,
se agarran a la creencia de que nada fundamental ha cambiado y de que
la fuerza puede resolver todos los problemas. Y si es así, ¿por qué
no emplearla? Que ellos y sus hijos perecerán en la última prueba
del más fuerte, es decir, la guerra nuclear, no les afecta nada. Si
uno está desesperado, si es incapaz de encontrar sentido a la vida y
conocer la alagería, aun la imagen de una destrucción total
palidece ante el miedo a darse cuenta de que uno no es más que una
cosa impotente. Además, si uno no tiene valentía para vivir, la
valentía para morir es el mejor sucedáneo de derechas.
Otra reacción, la de
parte considerable del público estadounidense, es la reflexión y la
duda consciente. Empiezan a pensar y a hacer preguntas, cada vez más
desde los últimos diez años. No les satisfacen, las frívolas
explicaciones de los protavoces gubernamentales. Incluso niegan la
pericia de los generales en materia militar. Exigen la verdad, al
saber que sólo les cuentan medias verdades -peores que una mentira
cabal-. Su sentido humanitario y su conciencia moral protestan contra
la despiadada matanza de un pueblo lejano, allá en el Asia del
Sureste, y contra la ineficacia y mezquindad de las medidas que se
toman para ayudar a los estadounidenses negros y a los blancos más
pobres a conseguir un nivel de vida más digno, lo cual, aun
indirectamente, significaría ser libre, más que un sentido político
o puramente formal.
De este grupo de
personas -en gran parte, intelectuales, estudiantes, comerciantes e
industriales no pertenecientes a la gran estructura empresarial y,
por último, muchos políticos honrados, humanos e inteligentes-
proceden los dirigentes y los seguidores de las organizaciones pro
paz, desarme, Gobierno mundial e igualdad racial, organizaciones que
ejercen cierto influjo indirecto sobre la acción gubernamental, si
bien no podemos estar seguros de hasta qué punto. No son radicales,
pero son críticos, inquietos y sensibles. Sin embargo, de muchos de
ellos se ha apoderado una sensación de impotencia y desamparo al ver
que sus ideas encuentran poco eco en la prensa, y los gobernantes les
prestan poca atención y a veces los reciben con burlas. Se sienten
en el papel de coro griego, que conoce y predice el trágico final,
pero no puede influir en el curso de los acontecimientos. Advierten,
piden, protestan y, cuanto más activos son, tanto más
desesperadamente sienten que ningún grado de actividad por su parte
parece tener el mínimo efecto.
El tercero es un grupo
pequeño, el compuesto por los “radicales”. Son sobre todo
jóvenes, en su mayoría estudiantes, aunque simpatizan con ellos y
los ayudan algunas personas mayores. No son un grupo unido de ninguna
manera, y para describir sus diferencias habría que escribir más
bien un libro que unos cuantos párrafos.
Los más conservadores
de ellos son los comunistas, que se enfrentan a un auténtico dilema.
Dado que la Unión Soviética llegó a ser, con la subida de Stalin,
uno de los países más conservadores de Europa, que se servía de
una ideología revolucionaria para cimentar su fábrica social, y
dado que los partidos comunistas han defendido siempre la línea de
la Unión Soviética, les viene impuesta forzosamente una postura
conservadora. Si se admira a la Unión Soviética como realización
de los ideales comunistas, no se tiene más remedio que ser
conservador. A la vez, no obstante, como no viven en la Unión
Soviética, y están en el papel de una minoría perseguida en el
escenario estadounidense, han conservado también cierta veta
radical, crítica, rebelde o quizá incluso revolucionaria, que les
da esta imagen ante sus conciudadanos. Combinar el esencial
conservadurismo de admiradores del “socialismo” soviético con el
radicalismo ideológico, y aun a veces real, de la tradición que se
remonta a la época de Lenin y Trotski es empresa difícil y, de
hecho, paralizante. Este grupo de radicales, o de marxistas, como
ellos se definen a menudo, es, sin embargo, una minoría muy reducida
en el espectro del radicalismo estadounidense.
En el otro extremo del
espectro hay otra minoría pequeña: la que se manifiesta en el
movimiento de los beatnik y de los hippies. En primer
lugar, no son políticos. No obedecen a ninguna tradición
revolucionaria. La suya es una protesta muy auténtica contra la
insinceridad, la vacuidad y el desamor de sus mayores. Protestan
contra la forma de vida burguesa, más siendo ellos como son que por
ninguna acción concertada ni ideología. Muchos quizá sean más
francamente neuróticos que sus coetáneos conservadores y adaptados,
y muchos son más parte de la cultura del con sumo de lo que ellos
mismos creen. Muchos buscan en los estupefacientes un atajo hacia la
“iluminación”, a una experiencia más profunda y más verdadera
de la vida. Pero cultivan muy sinceramente una libertad mayor de
sentimiento, de vivir en el aquí y ahora y de alegría, incluido el
placer sexual. Son la vanguardia de un grupo difundidísimo entre los
jóvenes para quienes los Beatles, con sus letras simplonas y a
menudo sensibleras o absurdas, y con el ritmo de su música, han
venido a sustituir los placeres de sus mayores, más mecánicos y
muertos, con sus coches y sus refrigeradores. El entusiasmo que
muestran es patético y conmovedor. Lo que habría parecido ramplón
y sensiblero a los jóvenes de los años veinte es para ellos una
manifestación de vida y espiritualidad. ¡Qué falto de estímulos,
de interés y de esperanza tiene que estar un joven para disfrutar
con la cultura de los Beatles!, de esos mismos Beatles que son en sí
mismos un producto de la cultura publicitaria a gran escala y
muestran su falsedad haciéndose partidarios de un supuesto gurú
indio que vende mantras personales por un mínimo de 35 dólares y
prepara dirigentes espirituales en cursos acelerados de cuatro meses
a cambio de un viaje a las faldas del Himalaya y 400 dólares. El
Maharishi quizá necesite para su empresa el apoyo de los Beatles
tanto como éstos necesitan reformar sus popularidad con un halo de
espiritualidad.
No basta ser joven. La
juventud tiene el inconveniente de no durar, y lo que pueda ser
apasionante para los “niños del amor” de hoy resultará un
latazo para esos mismos “niños” cuanto tengan 40 años. La barba
oculta más de lo que expresa; y el descuido en el vestir no
manifiesta esperanza. Quizá pueda decirse que son más libres y más
espontáneos en sus actitudes físicas y en su goce sexual. En este
sentido se distinguen de sus padres suburbanitas, cuya práctica de
la libertad sexual no señala más que su vacío interno. Para éstos,
los mayores, la libertad sexual es la única emocioncita que alivia
su profundo aburrimiento, pero está tan huera de intensidad
sentimental que no puede calificarse como enrriquecedora de la vida.
Digamos de paso que fue un error de un psicoanalista como Wilhelm
Reich y de un filósofo como Herbert Marcuse, ambos de talento, basar
su pensamiento en las ideas de los conservadores antiguos, para
quienes la represión sexual formaba parte de sus creencias políticas
y morales. Esto ya no es así. Del mismo modo que los nazis, al
contrario de los conservadores nacionalistas, estaban a favor de la
libertad sexual, tampoco la subcultura suburbanita es ni una pizca
más humana ni políticamente progresista por causa de su libertinaje
sexual.
La sexualidad ha llegado
a ser un artículo de consumo. Como previó con tanta perspicacia
Aldous Huxley en Un mundo feliz, sirve de importantísima
actividad compensatoria para mitigar el aburrimiento y dar una
apariencia de aventura, de modo que refuerza la consistencia de la
sociedad industrial burocrática. La insistencia de Freud en los
peligros de la represión sexual era una protesta legítima contra el
puritanismo de clase media, pero ni él ni la nueva clase media
analizaron el carácter de la satisfacción sexual del hombre
enajenado.
Otro grupo radical es el
de los activistas, los que emplean métodos más duros, e incluso
violentos, de desobediencia civil, o manifestaciones, sentadas,
etc... que los miembros menos activistas del movimiento pacifista y
del movimiento pro derechos civiles. Estos activistas radicales
tampoco son un grupo unido. Unos se concentran en la guerra del
Vietnam y en la campaña contra el reclutamiento; otros son aliados
de los elementos más extremistas de Fuerza Negra (Black Power) y
otros quieren ver en la Cuba de Castro la gran promesa del futuro.
Naturalmente, estos subgrupos se entrecruzan, y a veces no es cosa
más que de tiempo y energía el que un activista radical concentre
sus esfuerzos en un sentido u otro.
Se diferencian también
en otra cosa importante: unos están, sobre todo, llenos de odio
hacia el orden actual y se sinten muy atraídos por la violencia.
Otros sienten indignación, pero no están llenos de odio y no creen
que la violencia sea positiva: de hecho, aborrecen la violencia,
independientemente de su finalidad. Es natural y sin remedio que un
movimiento de activistas radicales, como cualquier movimiento
revolucionario, atraiga neuróticos, fanáticos, narcisistas,
trepadores e hipócritas. Pero, ciertamente, sería injusto y
precipitado concluir que los activistas radicales se reclutan sobre
todo entre tales personas. No hace falta ser fanático, ni ambicioso,
ni estar lleno de odio, para sentir repulsión, que a veces puede
parecerse al odio, por un régimen y una política que ordenan y
justifican la comisión de bárbaras atrocidades y preparan friamente
la destrucción de su propio país y de casi todo el mundo jugando
como listillos con las armas nucleares.
Lo malo de estos
activistas radicales no es que entre ellos se encuentren fanáticos y
odiosos. Lo malo es una cosa distinta y mucho más importante. Gastan
su energía en protestas, indignación, irritación, desafíos y
gestos teatrales. Critican -con frecuencia, a gritos- y repiten una y
otra vez lo inmoral, estúpida y peligrosa que es la guerra del
Vietnam, la política exterior de Estados Unidos y el trato a los
negros. No es que haya nada malo en esta crítica, ni en sus
manifestaciones de protesta de un tipo u otro. En verdad, es
importante y debe hacerse. Pero, el gran defecto y, a mi parecer, el
fallo de estos activistas radicales está en que no piensan en nada
mejor que en manifestar su crítica y su indignación. Lo malo es que
no señalen una alternativa, ni indiquen los problemas que deben
resolverse para transformar su sociedad de modo que ésta encierre
una propuesta de vida, física y espiritual.
Hay también mucha con
fusión entre los activistas que defienden la desobediencia civil. Si
con la desobediencia civil pretenden hacer oír de manera
impresionante y viva la voz de su conciencia moral, tienen derecho a
dar testimonio de la verdad y merecen todo el respeto por su acción.
Pero aquí no termina la cosa. Muchos creen que mediante sus actos de
desobediencia civil pueden ejercer una influencia directa sobre el
Gobierno, o incluso que podrían obligar al Gobierno a cambiar de
política.
A veces parece que estos
grupos no se han aclarado sobre lo que quieren, sea una revolución,
sea empujar a un sector importante de la opinión pública
estadounidense en el sentido de una reforma radical., No comprenden
justamente que no pueda propugnarse la acción directa en una
situación revolucionaria, cuando gran parte de la población está
al borde de la acción política, y cuando unos actos enérgicos de
grupos pequeños pueden tener el efecto de encender la “masa
crítica”. En una situación como la estadounidense, ciertamente no
revolucionaria, estos mismos activistas suelen favorecer a las
fuerzas reaccionarias y enajenar a gran parte de la población que se
podría haber ganado para la causa de la reforma radical. Emplear
tácticas revolucionarias en una situación no revolucionaria es
políticamente ingenuo. Ya es hora de que la izquierda radical se
decide sobre si cree o no cree en las posibilidades revolucionarias
de Estados Unidos en este período y analice cuidadosamente qué
estrategia y tácticas son las adecuadas a las situaciones
revolucionaria y no revolucionaria. (Martin Oppenheimer, 1968, págs.
5 y sigs., ha señalado exactamente esta cuestión).
No quiero decir que
nadie tenga derecho a criticar, a menos que muestre otra solución
mejor. Todo el mundo tiene derecho a criticar, en realidad, tiene el
deber de criticar, aunque no pueda ofrecer otra solución. Pero si
digo que la crítica es fútil e históricamente ineficaz si no tiene
relación, al menos, con una tentativa de plantear las cuestiones
que, por su parte, pudieran llevar a una solución, y si no a una
solución, por lo menos, a señalar el camino por el que pueda
encontrarse. La crítica que ni siquiera haga esta tentativa habrá
de ser sospechosa de un tipo particular de egoísmo: aquel por el
cual uno trata de salvar su conciencia y salvarse a sí mismo
queriendo demostrar que es mejor que los demás. El santo patrón de
esta crítica es el profeta Jonás: quería que los habitantes de
Sodoma y Gomorra fuesen castigados por sus pecados y se decepcionó
cuando se arrepintieron y se salvaron. Los grandes profetas, de
Isaías a Marx, también fueron críticos, pero superaron la
indignación, no se demoraron en la desesperación ni el odio. Su
empeño principal fue explicar, convencer, mostrar nuevas
alternativas. El fallo de los activistas radicales está en que no
muestran alternativas.
Es un fallo que tiene
que ver con otro: su falta de relación con el pensamiento
tradicional, e incluso, como a veces uno sospecha, su desprecio por
él. Naturalmente, no se puede acusar en este sentido a los
comunistas, al menos hablando en sentido estricto. Ellos creen
representar la tradición de Marx, y eso significa, entre los más
instruidos, que tienen cierto conocimiento de Hegel y de los
filósofos anteriores. Pero, en general, su idea de Marx es tan falsa
como la de los marxistas soviéticos, y no puede decirse que suponga
una relación viva con la tradición del pensamiento occidental, por
no hablar del oriental. De todos modos, como no son muchos, tampoco
importa demasiado.
El núcleo de los
radicales, tanto los hippies como los activistas, no muestran,
por lo general, conocimiento, relación, ni interés por la
tradición. Su desprecio y su desconfianza hacia las generaciones de
los mayores quizá les haga también despreciar y desconfiar los
libros y teorías. Si sólo fuese una crítica de la manera como se
enseñan las teorías a menudo en la Universidad, estaría
justificado. Pero no es sólo eso. Sencillamente, no les interesa un
pensamiento tan profundo y complicado como el de Marx, o Hegel, o
Goethe, o Feuerbach, o Spinoza, por citar sólo unos cuantos. Creen
que, con ser jóvenes y estar indignados, basta para cambiar el
mundo. Pero son demasiado jóvenes y demasiado airados para darse
cuenta de que están equivocados. No comprender que el marxismo del
siglo XIX y comienzos del XX fue una filosofía que captó a las
masas, incluso de gente modesta y sin instrucción. No ven que la
cultura, comprendidas sus fases revolucionarias, se ha venido
formando con el desarrollo del pensamiento humano, de la razón, de
la fantasía y del esfuerzo intelectual, no a partir de la irritación
ni el odio. Si nos desligamos de la tradición del pensamiento, somos
como una planta que sigue floreciendo por las lluvias de ayer, pero
que mañana se marchitará.
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